sábado, 10 de marzo de 2012

PERSONAS Y PERSONAJES QUE CONFIGURARON MI EXISTENCIA

El abuelito Benjamín
FAMILIARES

La figura del padre: Benjamín González Hernández, el patriarca de los benjamines

Sobrino que apadrinaba, ahijado al que le endosaba su bíblico y poético nombre: Benjamín Díez, el hijo pequeño de su hermana María en Zarapicos, Benjamín Pedraz también el pequeño de su hermana Isidra en Salamanca, y el hijo de su segundo matrimonio se llamaría también Benjamín, si no hubiera muerto prematuramente a los dos meses de nacer. Y a fe que transmitió a sus dos ahijados en las aguas bautismales, algunos de sus atributos característicos: sonrisa bonachona, actitud próxima, expresión tranquilizadora, natural agradable y atractivo, silencioso, reservado y afable.

En las biografías de hombres o mujeres célebres es norma que la madre se lleve la palma a la hora de transmisión genético-positiva: la madre es la que cuida, anima, dirige, estimula. El padre suele ser el ejemplo a seguir principalmente en el terreno profesional. En mi época de adolescente el hijo del médico estudiaría medicina, el del abogado, derecho, el del maestro magisterio, etc. En mi caso, al carecer de madre prematuramente, mi padre tuviera que haber cargado con la duplicidad de roles, pero no fue así. La explicación lógica sería que ambos, mi padre y yo, vivíamos en mundos diferentes y en galaxias contrapuestas. Él en su herrería,  herencia para mi hermano mayor, y yo viviendo en una esfera en la que mi padre era  profano total. Él viviendo en su limitado horizonte de campanario, entregado en cuerpo y alma a su trabajo y a sus tres hijos huérfanos, volando a ras de suelo como golondrina callejera, yo en vuelo de altura como ave migratoria, peregrino en alas de la fantasía infantil y juvenil, idealista y soñador.


Mi padre, de físico agraciado, más bien delgado, con tendencia perdida a rubio, de ojos azules, transmitió sus virtudes físicas a mi hermano Luciano, el guaperas de la mocedad de aquellos pueblos. Yo sin embargo, heredé  la línea materna: más pequeñajo y regordete.

No le recuerdo jamás una palabra fuera de tono, más alta o disonante. Ni pendencia o reyerta  profesional. Ni en el trabajo – en las fraguas – ni en la calle – vida social -, ni en la cocina, el salón familiar. Sin embargo, en herencia me otorgó rasgos caracterológicos de los que le estoy muy agradecido. A mí me bastó con el patrimonio de su idiosincrasia y su comportamiento. Los envites de la vida – pérdida de dos esposas y dos hijos en escasos años – le convertirían en introvertido, más reservado y menos hablador. Humilde, nada exigente y generoso, trabajador infatigable. El primero que se levantaba en el pueblo en las épocas de arada para ir a labrar[1] a San Pedro, y el último que finalizaba el trabajo por la noche en Carrascal, en período de rejas.
Inteligente era, en aquellos tiempos, sinónimo de saber leer y escribir bien y dominar las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Estas facetas las realizaba también a la perfección. Yo disfrutaba de pequeño revisando sus Libros de cuentas que llevaba – con agradable caligrafía inglesa – a las mil maravillas.
Aunque suene a cuentos de Maricastaña, hay que saber que en aquellos tiempos, el dinero contante y sonante era en el campo privilegio de escasísimos afortunados, grandes ganaderos y terratenientes. Pagar al contado era como pedir peras al olmo. La mayoría liquidaba a finales de verano, o por ferias, cuando el jornalero cobraba y los labradores vendían el ganado o parte de la cosecha. En el debe del libro de cuentas figuraba el nombre y la naturaleza del débito: x debe 10 herraduras y 20 aguces de rejas, z herraje de cinco vacas, etc., etc.

En suma: como todos los padres son el ídolo de los hijos hasta la llegada de la pubertad, el hijo pequeño del herrero de Carrascal estaba orgulloso de su padre, porque, además de apuesto, era para él:
En la fragua (Ilustr. de Irirbú, 2012)
El mejor herrero y herrador de la comarca (sabía de memoria la medida de las herraduras de todas las mulas y caballos que venían a Carrascal desde varias leguas a la redonda). El melódico retintineo de su martillo sobre el yunque, que él solía llamar "bigornia" (término que como filólogo me enloquece), continúa nítido en mis oídos.

El mejor cazador (hasta 13 torcaces mató un día de un tiro, y no había liebre o perdiz que se le escapase).

El mejor hortelano (su huerta de Santibáñez o el Valporquero de Zarapicos era un pequeño vergel para su hijo).

El mejor jugador de calva (en los encuentros de la Raya de los tres pueblos, casi todos los años figuraba entre los vencedores).
El mejor jugador de cartas. En este apartado tengo que ser más explícito y demostrar mi admiración con hechos:
Todos los domingos y días festivos del año repetía el mismo memorable ritual. Me basta cerrar los ojos, para recordar viviente aquella estampa familiar.
Después de comer, se afeitaba, acto ceremonioso que yo contemplaba ensimismado. Admirado al ver que no se cortaba con aquella navaja de barbero que estremecía sólo el contemplarla. Estupefacto, observaba  feliz los gestos y hábiles manipulaciones para evitar la sangre en  alguna de las verruguitas que salpicaban su rostro.

Bien acicalado – peinados a raya sus escasos y ralos cabellos – con el traje dominguero y su nueva bilbaína festiva, se dirigía a San Pedro a jugarse las perras al "subastao" (juego de cartas prohibido por la autoridad competente). Sus contrincantes eran sus amigos: el médico, don Claudio González (solterón con cuartos), el señor alcalde y no recuerdo el nombre de los demás jugadores. 

Mi padre era un lince a la hora de apostar y un excelente psicólogo que conocía al dedillo las habilidades de sus adversarios. No recuerdo anochecer alguno en que volviese perdedor. Feliz y exultante nos informaba del resultado del lance…”hoy he ganado diez duros”. Cincuenta pesetas que en aquel entonces era aproximadamente el jornal mensual de un pobre obrero del pueblo. (En este apartado debo confesar que fue nula su herencia.¡Las cartas se me caen de las manos!).

Mi admiración filial me impedía ver que “en el país de los ciegos el tuerto es rey”. Pero para los ojos de un niño, los padres son siempre el ídolo y el modelo a seguir.

¡Pero no era oro cuanto relucía! Era un fumador empedernido. Superaba a cualquier carretero. Eso sí, liaba los cigarrillos de “picadura” con una maestría insuperable. Y en este terreno cabe apuntar un borrón en tan brillante curriculum, una sombra en mis memorias de la infancia.

Alguna de las noches del frío, riguroso y tenebroso invierno castellano cuando regresaba de la fragua para la cena, se acordaba de que no tenía tabaco y mandaba al más pequeño a comprarlo al estanco de la tía Casera.

Todavía no había llegado la luz eléctrica a Carrascal. Y los escasos doscientos metros que había que recorrer, bordeando el oscuro callejón del campanario, y sufriendo los aullidos de los perros callejeros, eran trago agonizante de pánico y pavor para el pobre rapazuelo. Me imaginaba un ladrón en cada bocacalle, un hombre embozado en una manta en la esquina del campanario, y un “hombre del saco” escondido en el portalillo de la iglesia. A tal grado ascendía a veces mi malgenio, que la escena concluía yéndome a la  cama sin cenar.

Los últimos años de mi padre tampoco fueron una alfombra de rosas. Cuando los abuelos de Zarapicos, sus padres, no podían valerse por sí mismos, se los trajo a Carrascal, donde muy pronto murió el abuelo Cipriano, después de una grave operación (primera muerte de la que guardo plena conciencia). Casada mi hermana Aurora, se fue ésta a vivir a Salamanca y el cuidado de la casa quedó a cargo de la viejecita “Meregilda”, quien acabó sus días en Salamanca en casa de su hija Isidra, donde murió muy cercana a los cien años.

Al casarse poco después mi hermano Luciano, mi padre le dejó en herencia casa y fragua de Carrascal y San Pedro y nosotros dos nos trasladamos a Zarapicos a la casa de los abuelos, donde él continuó unos años trabajando y añorando al Carrascal de sus sueños y de su largo y duro bregar.

En Zarapicos rehizo su vida y la huerta del Valporquero, más grande y hermosa que la de Santibáñez, con una noria de piedra de cantería con cristalinas y abundantes aguas, un ciruelo frondoso y tres alcornoques gigantes se convirtieron en el centro de su ilusionante renacer.

Sin embargo, la soledad fue paulatinamente estrechando su cerco. Yo acabé también por alzar el vuelo, reduciendo cada vez mas mis vacaciones y mi compañía. Una criada, una señora mayor, la señora Manuela de Añover, fue su fiel servidora durante los últimos años. Ambos ya indefensos, se trasladó a Salamanca, a casa de mi hermana Aurora, al cuidadoso celo de su hija y su yerno Delfín, para quien siempre fue como su propio padre, y al calor, alegrías, risas y cariños de sus nietas Adela, Luci y Conchita y su nietecito Jose. Siempre añorando el verano y la llegada del hijo pequeño y su mujer Palmira, residentes en Alemania, y sus dos nietitas, Antje y Emma. Nuestro regalo veraniego habitualmente era una caja grande de puritos alemanes, delicia para el gran fumador, uno para cada domingo del año. Ceremonia que cumplía a rajatabla, pues cuando murió comprobamos con qué meticulosidad había ido distribuyendo y fumando el purito dominical.

Una noche del agosto de 1960, el recuerdo se mantiene transparente, a medianoche sonó el teléfono en Palacios en casa de los padres de Palmira: “venid rápidos, padre está muy grave”. La sospecha de la tragedia se cumplió. Una feísima luna menguante por la planicie de Torresmenudas presagiaba el fatal desenlace. En nuestra conciencia el recuerdo tranquilizador de que todo ocurrió en el momento más oportuno. Además de acaecer su separación durante nuestras vacaciones en España, un par de días antes la familia de mi hermana y la nuestra habíamos disfrutado de su compañía en la tradicional excursión veraniega; ese año a la sierra salmantina a las hoces del Alagón, frontera con Extremadura.

Descansa en el rincón último del cementerio salmantino, a la sombra de un ciprés, en la misma tumba que su madre, su hermana Isidra, su cuñado Valentín y su sobrino Liborio, hermano de los primos Benjamín y Antonio, quien murió a los 19 años, víctima de la tuberculosis, enfermedad de postguerra. Si tristes fueron los prolegómenos del velatorio, el funeral y el entierro, más dolorosa fue la despedida de la familia y el retorno a Alemania. Caía para siempre el telón que cerraba irremediablemente una etapa importantísima de mi vida. Al volante del VW, sentía  el dolor de una pérdida irreparable de una enfermedad total. Ya nadie nos esperaría en Carrascal, en Zarapicos, ni en Salamanca, con la ilusión y el cariño inigualable del padre. Con él se fueron la fragua, la viña, el Valporquero, el río, Santibáñez, las campanas, los pájaros y tantos y tantos valores de inigualable patrimonio.


Para siempre continúa en el recuerdo aquella luna deforme y repulsiva, amarillenta y vaticinadora de la muerte que llegó.


[1] En este contexto, aguzar o preparar las rejas del arado romano.

2 comentarios:

Lucila dijo...

No había oído nunca tanta historia y contada de forma tan bonita sobre el abuelito que no conocí, pero me ha encantado; y la ilustración de Irene me chifla.
Besitos.

irbú. dijo...

Me ha encantado ilustrarlo, leer al opa e imaginarme a ese bisabuelo que yo tampoco conocí! ¡Gracias opa!