sábado, 31 de diciembre de 2011

E S T U D I O S II: UN BACHILLARATO de Infarto y una Locura de REVALIDA

1. UN BACHILLARATO de Infarto

El Bachillerato de hoy se parece al de hace medio siglo como el día a la noche. No sería descabellado calificarlo de desatino o dislate. Y siendo más moderado y realista el mío podría catalogarse de Bachillerato sin libros o Bachillerato de pacotilla. Cualquiera de ellos, incluido el del enunciado del capítulo, le sentaría como anillo al dedo. Su proceso discurrió entre lo irracional y lo inhumano.

La única lógica sostenible fue la del Ministerio de Educación al convalidarme única y exclusivamente los cuatro primeros años del seminario, debido a la escasa coincidencia de los planes de estudios de ambos centros. Como el Bachillerato superior constaba de siete años mas Reválida, para obtener el título me quedaba como salida única examinarme de los tres cursos restantes. El papá Estado me concedió, muy generosamente, la opción de poder matricularme libre de los tres en una sola convocatoria. Ni corto ni perezoso me eché la manta a la cabeza y tomé la descabellada decisión de examinarme de los tres en una sola tacada. Las asignaturas troncales como se dice hoy día, eran las consabidas de Lengua española y extranjera (Alemán - ¡vivir para verlo!),  Latín y Griego, Filosofía, Historia de España y… el punto flaco en mi penoso batallar curricular: Matemáticas, Física y Química.

Para tan osado reto me fui a “preparar” a Salamanca. La casa de mi hermana Aurora, siempre con las puertas abiertas de par en par, me sirvió de parada y fonda, de estímulo y compañía durante todos los años de carrera. En el barrio de mi hermana vivía un estudiante de Ciencias, Crisantos Albarrán, una eminencia en Matemáticas. Muy popular y admirado como profesor de clases particulares. Durante un par de meses intentó adiestrarme en el campo de las Mate y las Ciencias. La preparación de las asignaturas restantes corría a cargo de mi propia cuenta y riesgo. ¡Allá te las arregles cómo puedas!  Sin libros. Sin método. Sin orden ni concierto. Me incentivaba y transmitía ligera tranquilidad el dominio de las asignaturas cursadas en el seminario.

Lo inconcebible y tragicómico de la odisea faltaba por llegar. Una retahíla de incesantes, casi simultáneos exámenes, mañana y tarde. Auténtica olimpiada, ¡como si los osados sufridores fuésemos una máquina de fabricar churros! ¡Dos días completos! Los dos primeros obstáculos – quinto y sexto- fueron coser y cantar. Faltaba el rabo por desollar como se dice por tierras ganaderas. Y nunca mejor utilizado el dicho. Porque restaba el temible séptimo. Al fin fue también salvado, aunque “dejando los pelos en la gatera “, según viejo proverbio charro. Un 3 en filosofía: “Filosofía de los peripatéticos y El método de la razón de Descartes” fue la pregunta en el examen oral. ¡Qué atrocidad! En matemáticas un 4. Las fieles compañeras de por vida– Lenguas y Letras me salvaron de la quema y sirviéndome en la media de tabla de salvación a la que me así como naufrago con el agua al cuello.

2. Una REVÁLIDA de MUERTE

Si el Bachillerato fue una operación de Infarto, la Reválida fue un trance de Muerte. Antes del invento de las LOGSES, LOES, Exámenes de Estado y otras tantas de esas maravillosas siglas o zarandajas, invento de la sesera de los magníficos políticos que no engendran más que estos abortos, los bravos bachilleres que soñaban con estudiar en la Universidad, tenían que sufrir, nunca mejor dicho, un examen de las asignaturas básicas del Bachillerato ante un tribunal integrado exclusivamente por catedráticos de Universidad.  Mayor y mayúscula aberración, impensables. Era como pretender hermanar un riachuelo con un océano o una pulga con un elefante.

Una vez más la tortura de siempre elevada a la enésima potencia: ¡Matemáticas, Física y Química a la vista! Menos mal que también puntuaban los latines, geografías, historias, lenguas y letras. Aprobé a la primera, ¡qué heroicidad! Un amiguete de Villarmayor, pueblo salmantino de la cuñada Chon, tiró la toalla después de ocho suspensos consecutivos. Los compañeros de Apemes (v. Capítulo “Una Academia cum laude”), Palmira (aún libre de trabas amorosas ), su hermana Tina y el amigo Juanito Martín, aprobaron a la segunda, muy de celebrar en aquellos tiempos de tragedias estudiantiles a la orden del día. El resultado del examen se hacía público en la prensa local y en el tablón de anuncios de la Universidad. Cada examinando, como si de presidarios se tratase, tenía el numerito correspondiente. En convocatorias normales la cifra solía rebasar el millar. Solamente recuerdo que el mío era un setecientos y algo. La ausencia de tu número en el tablón de marras solía provocar escenas de tragedia helénica: profusión de lágrimas, lloriqueos y hasta algún que otro desmayo.

Pero dejemos a un lado la razón de la sinrazón, e inmortalicemos tanta locura con dos anécdotas para amenizar el capítulo:

Universidad de Salamanca
La primera es el recuerdo, hoy grotesco, del examen de Geografía. Profesor examinador el Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Ramos los Certales, Catedrático de Historia, eminencia en la materia. Su pregunta sobre Geografía fue la siguiente: “ Hábleme Ud. de la orografía e hidrografía de Francia”. El examinando muy tranquilito, al ser geografía una de sus predilectas, comenzó soltando de carrerilla la lista de los principales ríos galos: “el Rin, el Ródano, el Loira y el Garona”. Cuál no sería, sin embargo, su sorpresa al ser interrumpido bruscamente, en tono doctoral, con la siguiente rectificación:  “ ¿Ha entendido Ud. bien mi pregunta?”  “Si, señor”- respondí. –“ ¿Qué le he preguntado?”- insistió, (esta vez alzando más la voz y en tono inquisitorial). - “Que le hable de la orografía e hidrografía de Francia.” Terco continuó: ”¿Sabe usted qué es orografía? Pues responda Ud. ordenadamente”. Pienso hoy día que, en aquel instante, ni la más ducha enfermera hubiera encontrado una sola gota de sangre en mis venas. Salí airoso del trance porque también supe algunas de las montañas francesas. La pregunta de historia fue de juzgado de guardia según terminología del derecho penal popular. “Hábleme del reino de Aragón por el 1040” –fue la malvada y malintencionada pregunta. La respuesta fue calco de la anterior. Comencé hablándole de Alfonso VI, rey de Castilla por aquellos años y de sus relaciones con El Cid. Como le convencí de que una ligera idea tenía del tema, “generosamente” me insinuó le hablase de Pedro I de Aragón., quien también tuvo alguna vinculación con El Cid. La única referencia que tenia del susodicho Pedro. Pero arañando de acá y de allá me aseguré, el aprobadillo. Una vez jubilado me he distraído leyendo e informándome sobre literatura e historia de la oscura y denostada Edad Media. Hoy me atrevería hasta con nota.


Con gran estupor logré también el pase en Ciencias, ante uno de los ogros, ¿otro más?, del tribunal, el profesor Teresa. Joven catedrático catalán, estiradillo y engreído. Uno más a los que en su deambular de La Plaza Mayor a la Universidad, Rúa arriba y abajo, había que dejarles expedita la acera con reverencia incluida.

Entre sustos y temores transcurrió la serie oral, apareciendo al fin el setecientos y pico, mi numerito de marras, en el tablón de anuncios de la Universidad. Pero, ¿dónde aparecen esos momentos mortales anunciados en el título del Capítulo? Como suele ocurrir en muchas películas y novelas el relato empieza por el final y concluye con el principio. Este es nuestro caso. Aquellas memorables y fatídicas Reválidas, como todavía recordarán los afortunados supervivientes de aquellas odiseas, se dividían en dos fases, una escrita y otra oral. A esta última pertenecen las dos anécdotas reseñadas. El examen escrito constaba de tres partes: Traducción de un texto latino, una Redacción de tema libre y un problema de Matemáticas o Geometría.

La famosa "rana"
Emerge con cierta nitidez en mi memoria el primero de ellos: Traducción del Latín. Escenario histórico : la galería de la planta superior de la Universidad , habilitada como aula con hileras interminables de pupitres individuales , en una de cuyas esquinas había que colocar, bien visible, la papeleta de examen. Como suele ocurrir en estos trances, nunca puede faltar el despistadillo de turno. ¡Oh, cielos! En esta maldita ocasión el olvidadizo del imprescindible documento fue quien esto redacta. Se me autorizó ir rápidamente por él a casa, pero no se me reservaba el tiempo perdido. Volaba más que corría el convaleciente atleta, recién salido de la enfermedad juvenil de postguerra, la consabida pleura, combatible con buena alimentación y reposo. Desde el edificio de la rana, hasta la Avda. de Italia, residencia de mi hermana, el trayecto superaba el cuarto de hora, sin embargo el maratoniano estudiante, desfallecido consiguió reducirlo a la mitad. A trancas y barrancas y con la lengua fuera ,como perro perdiguero, superé el último peldaño de la renacentista y emblemática escalera que daba acceso a la primera planta de la universidad, donde me esperaba mi pupitre reservado. En contra de lo esperado, el caritativo vigilante de zona tranquilizó al exhausto y jadeante examinando aconsejándole tranquilidad y calma. La accesibilidad del texto atenuó la gravedad del susto que puede calificarse de mortal.

La Redacción, un tema de actualidad, no ofreció dificultad alguna al bachiller que empezaba a exteriorizar su tendencia literaria. Entre pitos y flautas y a trancas y barrancas, salvados sustos y escollos, vi abiertas y franqueables las puertas de la Salmantica que “docet”, según su presuntuoso lema histórico.

Pero previo a ese paso transcurrirá un largo interregno de un par de años. Años de estudios, prácticas primarias y docencia primera: Estudios de Magisterio y estreno profesional en Vegas de Matute (Segovia). Ambos merecen capítulo aparte.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Semblanzas de la Infancia de Hijas y Nietas/os

La filosofía popular suele equiparar infancia y ancianidad. “Los viejos son como niños” o “los ancianos se vuelven niños” solemos oír con frecuencia. Por mi parte debo confesar que desconozco si he sufrido esta metamorfosis. Es mas creo que ha sido innecesaria, pues, desde la adolescencia niños y jóvenes han sido y continúan siendo compañía predilecta de juegos y pasatiempos: desde Antje, nuestra primogénita hasta Martín, benjamín de la estirpe. Esta debilidad continúa haciéndome feliz al repasar, embelesado, álbumes del inmenso archivo que Palmira ha ido recopilando a lo largo de nuestra vida en común. Tarea que solemos repetir conjuntamente y con frecuencia. En especial por estas fechas navideñas. Al hacerlo un año más, pensé que era el momento ideal para pergeñar e incorporar a Mis Memorias, un bonito capítulo-felicitación a mis blogueros e internautas, familiares y amigos. Una brevísima selección-exposición de fotos, con historia y arte, de la niñez de hijas y nietas/os me pareció motivo pintiparado.

A la hora de la verdad me topé con un obstáculo insoslayable. Me sentí incapaz de reproducir con palabras, tanta belleza y tanto encanto. ¡Qué carguen otros con el mochuelo! me susurró al oído mi diablejo particular. Y encargué la labor del pie de las fotos a maestros de la pluma y las letras, y la composición del capítulo a la experta en la materia, a nuestra Adela, perita en “cortos”, en imagen y sonido. Mi papel será el de simple introductor, aportando también mi granito de arena. Porque el arte, el verdadero arte, lo pondrán la docena –cifra bíblica- de jóvenes artistas protagonistas. La labor del, o de la, cámara quedará eclipsada por la interpretación, la expresividad, la belleza del mensaje misterioso de cada sonrisa, de cada gesto o movimiento, de cada postura.

El afortunado recopilador ha disfrutado de ellos toda una vida. Contemplándolos y mostrándolos. Estas fotos, esas miradas y sonrisas, esas poses, han sido, viviéndolas y remirándolas, “como el crujido de las hojas que suspiran de alegría en el fondo del alma”. (R. Tagore). Desde las primeras sonrisas de Antje en Unterliederbach (Frankfurt) a las estentóreas risotadas de Martín en Las Rozas y en Palacios, he aprendido y disfrutado del brillo de los ojos de unas y otros. He llegado a adivinar e interpretar los movimientos y ritmos de manos y pies -¡poesía sin palabras!- los secretos de sus juegos, la fascinación de sus ocurrencias, el encanto de sus canturreos y canciones, la dulzura de sus palabras, la ternura de tanta concordia. Soy feliz total buceando en la transparencia y frescura de esa fascinante expresividad. Pero pongamos punto final a los lirismos románticos, y demos paso a la imagen y la palabra de los admirados expertos en el tema.

"La sonrisa es como una violeta que revive el amor con su perfume” (R.Tagore)
La sonrisa hace tan feliz al que la da como al que la recibe. Entre las ruinas de mi vejez brotan arbustos florescentes y perfumadas flores silvestres: son las rosas primaverales de los ojos de mis hijas y mis nietas/os, esparciendo poesía y felicidad. (MJG)


“Hay sonrisas que hieren como puñales" (Shakespeare) 
…pero esas malas hierbas no han aparecido ni en los barbechos de la Colina de Palacios, ni en nuestros salones y jardines familiares. (MJG)


“Poder vivir de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”(Marcial) 
O tres o cuatro o seis, depende de las personas que te miren y te mimen. (MJG)


Y finalmente, visto lo visto, y como conclusión, nuestro deseo -el de los artífices de este blog- es el delicado precepto de Dostoievski:
"Sed alegres como los niños, como los pájaros del Cielo”

¡¡QUE NUESTROS LECTORES LO SEAN Y ESTÉN LOS 365 DÍAS DE 2012...

...Y DURANTE ESTAS FIESTAS NAVIDEÑAS DE 2011!!

domingo, 18 de diciembre de 2011

E S T U D I O S I : Un nuevo rumbo en mi vida

El universo del Seminario

El aire de la ciudad hace libre!
Aprendí que la vida es servicio, y el servicio es alegría."


El presente capítulo de estas Semblanzas puede resultar chocante. Falto de sinceridad y autenticidad. Incomprensible para algunos. Adulterado o edulcorado para otros. ¡Nada más lejos de la realidad! Está escrito –paradojas de la vida– sin prejuicios preconcebidos. Sin rencor, ni resentimientos. Sin sentimiento alguno de hostilidad. Mirando hacia atrás sin ira. Sin dramas ni tragedias. Fueron seis años de larga y meritoria experiencia en un internado, del que voluntaria y afortunadamente no salí traumatizado, en contra de los clichés socio-ideológicos modernos. No fueron el paraíso de la adolescencia, ni las delicias de la incipiente juventud. Pero fue una experiencia fructífera de la que nunca me he arrepentido: me enseñó a mirar el pasado con serena tranquilidad, libre de rencores y venganzas. Aprendí –según el pensamiento del encabezado- a pensar en los demás y en conquistar y cultivar amistades y amores que perviven hasta hoy día. Filosofía que he pretendido practicar y sembrar por los caminos que he recorrido y que continúo defendiendo a cara descubierta. La preciada herencia de Amistades testifica que el Intento no fue baldío. Sirva de ejemplo el encuentro anual que celebrábamos todos los veranos en Salamanca. En el pueblo de uno de los supervivientes del primer curso: una docena escasa de amigos verdaderos, seglares y clérigos.

Cuando con doce años cumplidos ingresé en el seminario, mi vida dio un giro copernicano. Mis hábitos y rutinarias costumbres aldeanas, pasaron de la nada al infinito. Mi mundo campesino se transformó en universo cortesano. Con el pelo de la dehesa llegábamos a la capital los timoratos y acomplejados pueblerinos. Éramos los internos. Para los externos, los señoritos de la urbe, éramos los palurdos con “cara de pueblo”. Complejo que tardaría años y años en superar. El pueblo estaba devaluado, el campo minusvalorado. ¡Cómo cambian los tiempos! Hoy ser de pueblo es un valor en alza. Ya lo dejó escrito Delibes: “Ser de pueblo es un don de Dios y ser de la ciudad es como ser un inclusero.”

En aquel entonces, ir al seminario era como ir a la inclusa, ingresar en un hospicio, en un cuartel o en una celda de clausura. Todo, no obstante, depende del color del cristal con que se miren las cosas, las acciones y actitudes de los protagonistas. La tendencia generalizada, la de la mayoría de los mortales, es mirar el pasado como lastre, miseria o tiranía. El reverso de la moneda de la copla de Jorge Manrique. Sin embargo -¡de todo hay en la viña del señor!- hay quien opina que “el don de la vida es el don del pasado”. La aventura larga de mi larga vida comenzó, cuando menos se esperaba, como sigue:

Una espléndida y radiante mañana de primavera prematura, levantada la niebla mañanera, abriendo paso a un cielo azul velazqueño, llegaba a Carrascal un señor de Rollán, “el de las máquinas de coser”, gordinflonete y bonachón él, con el habitual mandilón azul marino, distintivo de los menestrales ambulantes de la época. Dicho señor era cristiano viejo, conservador, de hábitos medievales, quien al toque del Angelus, a las doce del mediodía, suspendía sus labores, para cumplir con el rezo tradicional. Pues, mientras el tal señor ejercía la rutinaria revisión de “la Singer”(1) de mi hermana Aurora, escuchaba un día, atento con oído avizor, la lectura “oficial” del “parte de guerra” de La Gaceta Regional que, para la vecindad hacía diariamente un mocosillo, el listejo de la escuela. En el país de los ciegos el tuerto es rey. Tan impactado quedó de las cualidades lectoriles del chiquillo que le preguntó a mi padre que “por qué no le llevaba a estudiar a Salamanca” (no será preciso aclarar que el listo de turno era el redactor de la historia). A la respuesta paterna de “¿dónde está el dinero?” atajó, decidido, el interlocutor: “¿y si le conseguimos una beca?” Y… dicho y hecho.

El proceso seguido sobrepasa los límites de mi memoria. Solo recuerdo que gracias a la predisposición altruista, humanitaria y caritativa, de D. José, maestro ejemplar y queridísimo de San Pedro, en el verano del 38, me estaba preparando para el examen de ingreso en el seminario de Salamanca. Examen que aprobé sin mayores dificultades.

Aunque, pensando en la edad, debiera tener frescas en la memoria todas las novedades, vicisitudes y experiencias de la nueva vida comenzada, debo confesar que no conservo ni el mínimo recuerdo del examen de ingreso, ni del día de ingreso, ni de los primeros días y experiencias en el gigantesco y monstruoso edificio del seminario, la hoy irreconocible, suntuosa y famosa Universidad Pontificia.
En primer plano Antiguo Seminario Mayor

Tampoco debió ser traumática la despedida del pueblo, la separación de mi padre al dejarme solo, enfrentándome solitario, cara a cara, con tanto desconocido: compañeros, superiores, profesores, personal de servicio, en suma con aquel ambiente extraño y aquel espacio desmesurado, amurallado e inabarcable. Tal vez la ilusión de llegar a ser alguien, la fe infantil que mueve montañas, el hallazgo de nuevos amigos, de amistades que, como acabo de señalar han perdurado toda una vida, motivaron el predominio de lo positivo sobre lo negativo en la balanza de aquellos determinantes años. Lo de vocación era uno más de los tópicos epocales. En el pozo de mi memoria sobresalen en vivos colores los muchos momentos gratos y aparecen desdibujados las vivencias desagradables.

Bien es verdad que en mi expediente no figuraba acto alguno de indisciplina o desorden, de castigo o penitencia, causantes de los habituales rencores o acusaciones hostiles, frecuentes en los desertores resabiados y radicales. Tal vez mi carácter humilde y conformista, callado y respetuoso, influyese en mi actitud de reconocimiento y agradecimiento. Debí ser aplicadillo. Mi curso insignia fue 2º de Latín. ¡Todo sobresaliente! Las calificaciones eran según las vocales del alfabeto: de la“a” a la “u”. Había también una nota de conducta, en la que nunca bajé de “ae”. Sin embargo, según iba creciendo en edad, y ascendiendo en la carrera, las calificaciones iban descendiendo. En el último curso, 1º de Filosofía, cuando ya tenía decidido “colgar los hábitos”, como se decía entonces, no pasé de aprobadillos y notables, pensando ya en las futuras asignaturas del Bachillerato que me esperaban a la salida.

A fuer de sincero debo confesar que fueron años de sorda y callada lucha. Años duros y decisivos. De formación y preparación. Y también de indecisión. De penuria, de carencias y natural desamparo por las circunstancias familiares y sociales. A pesar de los pesares, con las sombras alternaron también luces. Comenzaré enumerando algunas de las primeras.

Durísimos fueron, climatológicamente hablando, los dos primeros años en aquel inmenso, lóbrego, sombrío y frio edificio, en el que cabía casi integro el rinconcito de mi Carrascal. Escalofrío y tiritera perduran todavía en mi memoria, recordando aquellos dos interminables y gélidos inviernos siberianos, con manos y pies rojizos e inflamados. Y, ¡hasta con heridas! Huellas que perviven todavía, inolvidables, en mi mano izquierda. Ni guantes, ni jerseys o prendas de abrigo con las que hacer frente a aquel cruel y aterrador invierno. Recordado también, como el último de guerra, y por sus 20º bajo cero en el trágico frente de Teruel.

Las nefastas consecuencias de la guerra repercutieron hasta en los sótanos, patios y dependencias del seminario: soldados y verdosos camiones del ejército habían usurpado parte del histórico edificio, convirtiéndolo en intendencia o cuartel de abastecimientos. El resto del inmueble estaba en gran parte desangelado e inhabitable: falto de vida y de calor. La guerra se había acaparado hasta a los jóvenes de 16 y 17 años. No existían por tanto seminaristas mayores, y los cursos inferiores estaban diezmados. Cierto renacer apuntaba ya nuestro curso aproximándose a la treintena de alumnos.

Mi memoria, nada sobresaliente, guarda en su archivo la lista completa, por orden alfabético, de mis condiscípulos:
  • La encabezaba Manuel Almeida Cuesta (que acaba de fallecer), “el bautizador”de nuestro Martín (el benjamín de la nietada).
  • Tomás Amores Dorado (segundo)
  • El tercero, Manuel Cuesta Palomero. El más joven del curso, de una vitalidad, capacidad musical y organizatoria inconmensurables. Promotor de los encuentros veraniegos. Su fe y su don de gentes movía montañas. Murió celebrando misa para una peregrinación salmantina en Canaá de Galilea, en el lugar de las famosas bodas, del primer milagro de Jesús.
Podría ir retratando uno por uno a los integrantes de la lista. Dos de ellos destacan en la orla con nombres propios:
  • Dámaso García García, quien me precedía en la lista. Lo que nos unía en muchas circunstancias. Me apreciaba con locura. La primera felicitación navideña era siempre la suya. Para mí era San Dámaso. Poeta -paisano de Gabriel y Galán- muy versado en pintura y de mística espiritualidad. Vivía de milagro atribuido a la Virgen. Desahuciado irremisiblemente en Los Montalvos -entonces hospital antituberculoso- murió octogenario presumiendo de un vozarrón insuperable.
  • Juanito Martín Jacoba, pequeñito y vivaracho (diminutivo explicativo), un gran tipo en todos los terrenos y registros. Matemático, muy religioso , a pesar de la “deserción”. Profesional integuérrimo: Director perpetuo, correcto y muy estimado, de uno de los colegios públicos más afamados de Salamanca. Muy enfermo desde hace años, continúa sirviéndome de norte y referencia en nuestra última etapa de escasos supervivientes.


Pero retornemos a la historia del frío. Dada la general precariedad era utópico pensar en habitaciones individuales y menos todavía con calefacción. Los mas novatos fuimos confinados y condenados a dormir en lo más alto del edificio: una galería inmensa, abuhardillada, acondicionada con unas hileras de primitivas camas, similares a las siniestras salas comunitarias de los hospitales de antaño.

El término ducha o baño, servicios con lavabos, etc., no existían ni en negro sobre blanco. A los pies de cada cama -¡vaya lujazo!- disponíamos de un palanganero, con su correspondiente palangana y el adicional jarrón blanco de porcelana, como fuente o manantial único de agua para nuestro aseo personal. Mas, ¡cuál no sería nuestra sorpresa y cuál la temperatura interior ambiental, que el agua del jarrón amanecía algunos días congelada! Ese frío tempranero -nos levantaban a las siete de la mañana, en plena oscuridad nocturna- era compañero inseparable de tortura durante todo el día. Los militares nos habían arrinconado en la parte más fría del enorme patio, con dos hermosos frontones, orientados al norte, barrera infranqueable para el sol, auténtica pista de hielo en los duros meses del crudo invierno. Las sombrías y oscuras clases, el comedor en el sótano, la capilla, días enteros con luz artificial, no diferían mucho del siberiano dormitorio. El claustro barroco -hoy, tras la restauración, atracción turística- entonces lugar de recreo y de paseo, servían mas de suplicio que de esparcimiento. Humedad densa que ascendía de los sótanos, columnas rezumando polvorienta frialdad. Entre los densos nubarrones que flotan todavía en el lejano horizonte del pasado, figura el silencio obligatorio en el comedor -exceptuados domingos y festivos. Un lector amenizaba (?) las comidas -no siempre apetitosas en los años de racionamiento.

Los madrugones diarios, la revista sabática de “mudas” y limpieza son algunos de los recuerdos más angustiosos. Hasta que la buena de mi hermana se casó (1942) y se fue a vivir a Salamanca, momento a partir del cual mi cuñado y querido nuevo hermano mayor Delfín, se preocupaba de llevarme la muda limpia todas las semanas a Calatrava (nueva sede del seminario menor), hubo muchas inspecciones en las que no llegaba a tiempo la “bolsa de la muda” del pueblo , teniendo yo que acudir a la picaresca de hacer pasar por limpia la ropa sucia.

Metido ya en el ajo de la “crónica negra”, me perdonará el lector que resucite una imagen que todavía hoy continúa provocándome náuseas. Se trata de los retretes o servicios, entonces denominados “letrinas”, como en los cuarteles y campamentos. Aún no habían llegado a aquella casona los Sanitarios Roca. Siempre me he preguntado qué diablos tendrá que ver con las letras tan repugnante receptáculo. Las letrinas que nos ocupan consistían en una serie de cabinas con medias puertas, ubicadas a ambos lados de un pasadizo frío, siempre húmedo, inhóspito y pestilente, de salida al patio. Lugar repugnante y sórdido. En aquel agujero tenebroso, sucio y misterioso del suelo, en el que se depositaban las heces, de vez en cuando, con ojos inquisitivos, aparecían feas, repugnantes ratas parduzcas esperando la mercancía. Pero, pasemos rápidos página, borrón y cuenta nueva.

En tercer curso, como acabo de anticipar, nos trasladaron a Calatrava, bello edificio renacentista en la trasera de los Dominicos. Estrenábamos Seminario Menor.

Equipo de fútbol -  Filosofia 1943
El protagonista destaca el primero a la izquierda
El tránsito fue como el paso de las tinieblas a la luz. Todo nuevo, luminoso y más amplio. Un enorme patio, orientado al mediodía, con vistas a la sierra, con campo de fútbol, paseo central arbolado, con olmos y acacias, limitado por las murallas, hace poco descubiertas, del paseo Canalejas.

Mientras que de los profesores de primero y segundo conservo grato recuerdo, no puedo decir lo mismo de los de los cursos restantes. No sintonicé con ellos, y el expediente descendió considerablemente: la media no pasaba ya de Notable.

Concluidos los cinco años de Latines, retornamos en 6º, primero de Filosofía, al antiguo edificio, ahora ya remozado y convertido, precisamente por esas fechas, en la actual y afamada Universidad Pontificia de Salamanca. Al ascender de categoría todo subió de nivel: habitaciones individuales, aulas amplias y modernas, biblioteca, sala de música y suntuoso Salón de Actos. Profesorado especializado y alumnado nacional seleccionado. Al ser transformado en Universidad, llegaban seminaristas becados de Madrid, Barcelona, León, Zamora, Cuenca, entre algunos de los que recuerdo. Sin embargo, a principios de curso un grupito de cuatro o cinco amiguetes decidimos “salirnos del seminario”. Salida que significaba cambio radical de rumbo en mis estudios y que ocupará varios capítulos de estas “Memorias y Semblanzas”.

Sería injusto concluir el anuncio del “Nuevo Rumbo”, limitándome a retratar exclusivamente las escenas de frío, hambres y miserias de esos años. También hubo luces que continúan irradiando reflejos. A éstas debo la configuración de mi personalidad, la adquisición de nuevos intereses, exigencias y valores de los que no me arrepiento. Inquietudes intelectuales, morales y humanas en consonancia con la línea conservadora-liberal, propia del entorno generacional que me tocó vivir. Cierto filósofo -cuyo nombre no recuerdo- afirmaba que “a los 18 años un hombre está hecho, bien o mal”. El resto son influencias -positivas o negativas- ambientales, familiares, sociales etc.” Yo, sin ser positivista, he intentado siempre recordar lo bello y positivo de la vida. Y así recuerdo con fruición: los paseos dominicales, con los que soñábamos, al extrarradio de la ciudad. A prados y a una finca de la carretera de Alba, propiedad de dos hermanos del curso, donde jugábamos al futbol y a todo lo divino y humano, y aprendíamos a disfrutar de la naturaleza. No olvidaré tampoco mis primeros contactos corales con la música: me sentía orgulloso de pertenecer, como tiple, al coro polifónico del seminario, siempre dirigido por los mejores directores de Salamanca. Especial mención merece D. Bernardo García Bernal, creador de una dinastía de famosos compositores y directores musicales. Un hijo suyo, Jesús, algunos años compañero de curso, fue durante muchos años Director del Coro de la Universidad de Salamanca y reanudamos la amistad en los últimos encuentros veraniegos. También merece ser recordado D. Constancio Palomo, mi primer profesor de música y Director del Coro polifónico del seminario; joven elegante y educadísimo, de finos modales y afectuoso trato. Fue también uno de los músicos y musicólogos destacados en la Salamanca de la segunda mitad del s. XX, sobresaliendo como organista de la catedral salmantina.

Memorables eran también los sermones cuaresmales en la catedral, a los que acudíamos todos los años, por el mejor predicador de la capital, los concursos de villancicos y belenes que organizábamos y recorríamos por Navidad, las funciones de teatro, sainetes, principalmente de Jardiel Poncela, y la llegada de las vacaciones, la vuelta a la querencia del pueblo, en un par de ocasiones “pinrelando” desde Salamanca con unos compañeros de Almenara. Recapitulando: Fueron seis años en los que alternaron luces y sombras. Fueron muchas las jornadas de cielo encapotado. Nunca la calificaría de aventura fracasada. Al final, en la lejanía, se vislumbraban horizontes tornasolados. Escoltado con nuevos valores, con paso firme y voluntarioso, estaba preparado para afrontar en solitario, y por mi mismo, mi propio destino en el momento preciso.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

CRÓNICAS DE PALACIOS I

La Morera forma pareja con la Iglesia
La Morera centenaria, símbolo y testimonio histórico de un pueblo

Los recuerdos atesoran más poesía que la realidad

Decir "morera" en Palacios del Arzobispo (Salamanca) es como decir cita, encuentros y desencuentros, adioses y bienvenidas, querencia, fiestas y festejos. Sombra acogedora y tranquilizante. Morera también es sinónimo de plaza... ¡el corazón de la plaza!

En primer lugar quiero hablar de la Morera árbol, de este monumento vegetal que, al igual que el desaparecido olmo (olma en algunos pueblos), preside y ocupa el epicentro de la Plaza Mayor de Palacios del Arzobispo, como es el caso de tantas plazas o plazuelas castellanas.

Nuestra Morera, moral para algunos (confieso no haber dado con la diferencia, solo sé que ambos dan moras) es símbolo e idiosincrasia de nuestro pueblo. Sus anuales brotes y verdes hojas son promesa de que, mientas se alce la morera, habrá primavera. Y habrá niños y jóvenes, mayores y ancianos que la contemplen con admiración y cariño. Su letargo invernal, extensible a calles, casas y actividades, nos recuerda que, como sus hojas caducas, los ancianos que se fueron e irán, dejarán espacio a otros que aspiran a serlo. Mas la Morera es historia. Y la historia nunca muere. Siempre habrá historiadores o aficionados que continuarán inmortalizándola. Y la Morera, como la historia, es el espejo universal donde mirarse. Es el libro abierto en el que podemos leer la historia de lo que fuimos, somos y seremos.

La Morera, formando pareja con la Iglesia, es huellas perenne y fuerza viva del desaparecido pasado de la memoria. Representa con el arco del palacio -¡con escudo y todo!- y el viejo frontón, formando unidad con el arco, archivo pictórico de nóminas de quintos -y desde hace algunos años de quintas.

La Morera, con su tronco rugoso carcomido por los inviernos y veranos, y en el estío poblada de tordos que devoran sus moras, que colorean su alrededor de vino burdeos, presta sombra refrescante a sus hijos pródigos y sirve de confesonario de rumores y secretos. Ella continúa erre que erre, cual tatarabuela cariñosa, rediviva, siempre acogedora, brotando y archivando historias y romances del pasado. Siempre fosilizada y centenaria. Así la hemos conocido las generaciones actuales y la conocieron muchas de las que nos precedieron.

Palacios, como uno más de tantos y tantos pueblos de la meseta castellana, cuando parecía abocado al ostracismo y al éxodo, resurgió cual ave fénix del letargo de siglos. Y la Morera ha sido beneficiaria del esperanzador amanecer palaciego. Su solitaria y aburrida soledad la alegran y circundan frondosos árboles - ailantos, chopos y álamos blancos, y una exótica catalpa y un arce canadiense la acompañan y saludan desde el opuesto lado del Ayuntamiento. El centenario árbol, tanto tiempo abandonado, está ya hoy cuidado y retocado. Un poste artesanal sostiene uno de sus potentes brazos amenazando ruina y una rústica cerca le protege y presta asiento en festejos y reuniones.

Pero en este escenario falta por salir a escena la inseparable y fiel compañera de nuestra Morera: la zancuda patilarga de la torre de la iglesia. Desde su minarete, la cigüeña o las cigüeñas, ya que al eliminar su peligroso nido de lustros, han plantificado otros dos en los altos laterales del campanario, perviven como centinelas en el minarete del pueblo. Cada cual que lo interprete a su manera. Yo lo califico de muestra de fidelidad y constancia al pueblo, a la plaza y sobre todo a la Morera. Prefiere, antes que emigrar a África o al Sur, invernar en el corazón del pueblo, y acompañar a su inseparable Morera y a su plaza en heladas y borrascas, en ventiscas y vendavales. Complaciente, curiosona, pero cariñosa siempre, contemplando y conviviendo el devenir del pueblo.

Hace siglos se lamentaba el poeta de las Coplas, Jorge Manrique, de que “ cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Ni la cigüeña de la torre, ni la Iglesia, ni la plaza, ni la Morera le darían en el s. XXI la razón, sobre todo la centenaria Morera. Ahora rejuvenecida, mimada y protegida. Epicentro de este escenario rebosante de vida en agosto: fiestas de la Morera, de los Quintos y los Mayores, del patrono San Juan en junio y de la Virgen en el popular Ofertorio del primer domingo de octubre; en bodas y bautizos; en todas esas solemnidades, la Morera con su Plaza, su Iglesia y su Frontón es, como muestra la foto precedente, colorido y remanso multitudinario de alegría, compañía y amistad. Nuestra Morera es un regalo para un pueblo. Un capítulo más, uno de los más bellos, de la Historia de Palacios del Arzobispo.

Pero cuando hablamos hoy de "La Morera"-con mayúscula y artículo determinado-, estamos pensando y refiriéndonos a la Asociación Cultural La Morera, de cuya fundación me siento orgulloso y nostálgico y que merece un capítulo especial.