lunes, 21 de noviembre de 2011

La escopeta de mi abuelo


¿Existen los milagros?

Dibujo realizado por Paloma Martín Glez, nieta del octogenario romántico.
Hay estaciones en la geografía de la vida de las que se recomienda no apearse jamás. Si alguna vez pasas por ellas, te aconsejo darles la espalda cuanto antes. De este modo se evita el reavivar heridas sangrantes que nunca cierran y recordar momentos que convierten en crónico el dolor.

Mi abuelo Cipriano, coprotagonista en La Golondrina sin alas, era, como ya sabemos, herrero de Zarapicos, profesión que transmitió a su hijo Benjamín. De mediana estatura y complexión, introvertido y poco hablador, como casi todos los de su gremio y bastante sordo, por lo que hablaba a voz en grito. Recuerdo hasta el tono y la intensidad, un domingo cualquiera, cómo al verme limpiando los zapatos para ir a misa, me gritaba: ¡Muchacho… pa qué limpias tanto los zapatos si te vas a emporcar!

Además de la herrería, cuidaba con especial mimo a su vaquita lechera, Golondrina y a su huerta -por mí adorada- del Valporquero. También era cazador. Pero de los de tres al cuarto. No le llegaba a su hijo Benjamín ni a la suela de los zapatos. Tenía una escopeta muy singular, de las obsoletas en su época. De un solo caño, de tubo estrecho, gatillo y percusor exteriores y cartuchos especiales, difíciles ya de conseguir en aquellos tiempos. De muchachuelo le acompañaba de vez en cuando en sus cacerías por las viñas y el monte -el actual afamado campo de golf de Zarapicos- y casi siempre regresábamos de vacío. Cuando además del oído comenzó a fallarle la vista, decidió jubilar la escopeta y no volvió a ocuparse de ella.

Cuando ya ancianitos se fue la pareja a vivir con nosotros en Carrascal, el abuelo no se olvidó de llevar consigo su escopeta, que acabó olvidada y arrinconada en un lugar oscuro. Muerto el abuelito allí continuaba su escopeta, empolvada y fuera de servicio, recostada en un rincón de la sala vieja. 

Sucedió de manera milagrosa y aconteció cuando menos se esperaba. Ocurrió uno de esos sofocantes días de verano bochornoso. Superada la hora de la siesta, esa hora muerta en eras, calles y callejas y con la casa deshabitada, porque el resto de la familia había salido a sus labores, la pareja de picaruelos curiosones, Juanito y Manolo, el narrador de estas desventuras, para combatir su aletargado aburrimiento, fueron a parar al rincón donde se hallaba escondida la dichosa pieza de museo. Como mi amigo no había visto nunca un arma de fuego de esas características, el listejo de turno la tomó en sus manos explicándole las instrucciones de funcionamiento. Incluso se echó la culata al hombro derecho e imitando la postura clásica de cazador avezado, en actitud de disparo, guiñando el ojo izquierdo, apuntaba a su amigo de juego…

Hacía un instante que Juanito se había marchado. No habría traspasado la puerta del corral cuando sonó un disparo a sus espaldas. Volvió pálido y asustado, y se encontró con el portal envuelto en una densa e irrespirable nube de humo y polvo. Allí de pie, pálido de muerte, empuñando todavía la escopeta con ambas manos, se encontraba su amigo Manolo, mudo, sin poder emitir palabra, tembloroso y desencajado.

Aún no concibo como pudo ocurrir. ¡Cómo no pude ver el gatillo levantado, ni que la escopeta estaba cargada? ¿De dónde diablos pudo salir aquel cartucho cuando la escopeta era un traste viejo hacía años en desuso?

Milagrosamente -¿existen los milagros?- cuando yo tiré del gatillo, el caño de la escopeta apuntaba al suelo, del que estaba a un palmo. El piso del portal, todavía en aquel entonces de paja y barro, presentaba un profundo socavón que llegaba hasta la pared. De los epígonos, aunque parezca inverosímil, no recuerdo nada de nada. Si hubo regañinas o castigos quedaron eclipsados por el impacto del susto. El buenazo de mi padre no sabía ni reprender, ni condenar. Tampoco en mi memoria figuran testigos fiscales de tan funesto desatino. 

Quizás la presunta muda reprimenda fuese una de las lecciones más positivas en mi vida: nunca pongas en las manos, ni al alcance de los niños, juguetes, ni artefactos de fuego. La curiosidad -el alma de los niños- puede conducir a insospechables y trágicas consecuencias.

También aprendí a rechazar y pasar del "deporte" de la caza. Aunque todavía , alguna vez, continué acompañando como ojeador a mi padre en sus cacerías, jamás llegué a echarme la escopeta a la cara ni a disparar un solo tiro. Mi padre, muy amante y respetuoso con los animales, jamás mató una liebre en la cama o una paloma o perdiz en su nido, -¡cómo Delibes¡- lo que sirvió para acrecentar mi debilidad por los animales víctimas de los así falsamente denominados “amantes de la caza y pesca”. 

Mas no nos entretengamos ni perdamos más tiempo con tan controvertido como intrascendental asunto. Desde entonces, una muda tragedia -que no llegó a ser realidad- aparece en mis duermevelas y en mis pesadilla: la escena de esa tórrida tarde de verano se aparece involuntariamente cuando menos se piensa. Y siempre asaltándome en mis retornos a los paisajes de mi infancia y adolescencia. Heridas de ese calibre permanecen abiertas para siempre.

Lo que continúa sin aclararse es la interpretación filosófico-teológica del suceso. ¿Por qué no aconteció lo que estuvo en el filo de la navaja? ¡Fue un milagro! - sería la exclamación popular mas frecuente. 

Yo ni quito ni pongo rey, pero recuerdo a Chesterton, pensador y novelista mas citado que leído, quien sentenció para casos similares :

                           “ Lo increíble de los milagros es que existen. “

viernes, 11 de noviembre de 2011

UNA GOLONDRINA SIN ALAS

LA VACA MAS APUESTA DE ZARAPICOS Y ALEDAÑO


Ilustración realizada por Irene Burgos Glez (iribú), nieta del octogenario romántico
La memoria para el hombre de la calle es el “baúl de los recuerdos” o el archivo donde se van acumulando los sucesos más reseñables. Abriendo ese baúl y husmeando ese museo aparece una de las páginas más bellas de mi infancia y adolescencia. Todavía resuenan en mis oídos los ecos de un cencerro capitaneando la vacada de los Sexmeros (1) y el tintineo de su tranquilo rumiar en la cuadra,  pared por medio con la alcoba donde dormía con los primos Benjamín y Antonio.

No hará falta desvelar que la "golondrina", que no podía ni sabía volar por falta de alas, era una vaquita.  No "una vaca cualquiera", la tontorrona y simplona de la canción que "daba leche merengada". Ésta era una fuera de serie. Era la vaca de los abuelitos de Zarapicos. Desconozco el motivo u origen de su poético nombre.

¡Lástima que la fotografía fuera todavía en aquellos años treinta y cuarenta del pasado siglo lujo exclusivo de unos cuantos privilegiados!  Me consuela el tenerle reservado a esta singular "golondrina" un espacio privilegiado en el Zoo de mi Memoria. Al lado de mi caballo andaluz de mi juventud - sin nombre-; junto a la Chiqui, primera de nuestra dinastía canina junto a Niebla, Tecla, Lucera, Simpli, y una larga retahíla de animales domésticos, amigos y compañeros queridos de viaje.

La "Golondrina" era una res sin divisa. Una vaca lechera mixta. Siempre bien nutrida y mimada. Hermosa, de pelo brillante. De color café claro con pintas blancas y negras. De cortos cuernos, enorme y sobresaliente panza. Mansa como un cordero. Mimosa como una niña, generosa como una madre. Tan espléndida que su leche -hasta 20 litros diarios- era parte capital de la economía del herrero del pueblo, el abuelo Cipriano.

La "Golondrina" formaba parte de la iguala de mi abuelito y tenía el privilegio de pastar y comer en las dehesas y prados de la vaquería del amo. Era la única vaca lechera del pueblo. En Carrascal no había ninguna otra de su raza. (Sirva esta referencia como testimonio del índice de subdesarrollo de la comarca). Hasta mediados del s. XX no llegaron las primeras holandesas y suizas, las lecheras blancas y negras, procedentes de la montaña santanderina de Torrelavega.

Volviendo a la historia de nuestra protagonista, las vivencias se agolpan y atropellan por querer aparecer en negro sobre blanco. Estampas rurales y campestres válidas para ilustración paisajista de aldea típica castellana.

Una de ellas era el retorno a casa de la boyada en primavera. Cuando, al atardecer, el cortejo bovino asomaba en tropel y concierto de bramidos y cencerros por la esquina del suntuoso ábside renacentista de la iglesia, la inconfundible figura de "Golondrina", capitaneando orgullosa la manada, cruzaba la plaza enfilando presurosa hacia la cuadra de sus dueños. Sabía que en el pesebre central del establo le esperaba su piensecito preferido.

Pero el momento más tierno y entrañable era el del ordeño. Una vez por la mañana y otra al anochecer, la pareja de ancianitos representaba todos los días este enternecedor espectáculo, digno de filmación: sentados cada uno en su minúsculo tajo rudimentario de tres patas, uno a cada lado de las ubres de la vaca, con una herrada de zinc debajo de las tetas, se repartían el oficio de extraer el blanco líquido generoso de la "Golondrina". El paciente animal, rumiando semiadormecido y aburrido movía de vez en cuando una patita, haciendo tambalear el preciado recipiente. El iracundo ordeñador gritaba enfurecido en su sordera, insultándola y propinándole algún puñetazo que otro en su oronda barriga.

La mayor parte de la rica cosecha estaba reservada para el lechero de Parada, que pasaba también por Carrascal a recoger la leche de las cabriadas de las dehesas de Torrecilla y de la Narra.


LA EXQUISITA LATA DE LECHE MIGADA

La "Golondrina", además de fuente de ingresos, como he dicho con anterioridad, era despensa de alimentación. A ella le debíamos la inolvidable cena del Zarapicos estival. En las larguísimas y tórridas tardes de verano  (la comida tenía lugar al mediodía, las 12 del sol, cuando caía la de Dios, como decían socarrones aldeanos), la merienda era sagrada y seria y la cena frugal y ligera. Pero la de la abuelita de Zarapicos era cena sui generis. Era un manjar exquisito. La escasez alcanzaba hasta el utillaje de cocina: el número de pucheros y cazuelas no pasaban de la media docena. Las clases humildes ahorraban por procedimientos inimaginables en el s. XXI. Las latas de sardinas en escabeche de un Kg. eran utilizadas como un utensilio más de cocina. Cuando en el verano la despensa, santuario de la matanza, estaba bajo mínimos, la sardina en escabeche era el sucedáneo de embutidos y reliquias del cerdo. La enorme despensa de los abuelos -tan larga y alta como deshabitada- ocupaba el último receptáculo oscuro de un largo pasillo que, en desnivel, partía de la cocina. Fresquísima en verano y siberiana en invierno, era escaparate de esa "lata de sardinas con leche migada" puesta a refrescar desde la mañana para la cena de los nietecillos. Las migas eran rebanadas finas de hogaza de candeal, bañadas con la leche hirviendo. Y como el producto de la "Golondrina" era leche pura, de primera, la migada formaba una capa de nata, codiciada delicia de los lechoncitos.

Un recuerdo muy grato de esa infancia con la "Golondrina" era también la "Chopera del abuelo": prado cercado de chopos, zarzales y maleza, alimentada por el arroyo de la Fuente los Brazos, que la bordeaba por la parte oriental del camino. A este pequeño vergel -hoy pasto del abandono- llevábamos en el mes de mayo a pastar a "Golondrina", donde pasaba todo el día, zampando a placer de la fresca y tierna hierba, y disfrutando de la reconfortante sombra de los chopos, cabeceando por liberarse del sofocante mosquerío. Pero tanto y mas que ella disfrutaba el feliz vaquerillo aficionado a las aventuras de los nidos de los pájaros. Porque la chopera del abuelito era un paraíso de ruiseñores, jilgueros, verderones y oropéndolas. Aunque, mis éxitos en estos predios quedaban eclipsados por la dificultosa y enmarañada maleza de la espesura.

Cuando hubo que desprenderse de la ancianita "Golondrina" -próxima ya a la veintena- un silencio y vacío sepulcral se apoderaron de la cuadra de los abuelitos. Sus dueños se sintieron viejos y sin oficio. Y sus nietos tristes y desolados, porque les faltaba el alegre tintineo y la compañía de "Golondrina". Y nunca más volvieron a disfrutar en las noches veraniegas de la "lata de leche migada" de la vaca de nuestros amores.

1 S = Sexmeros. a) Los Sexmeros eran los ricos de Zarapicos. Vivían en la Casa Grande. Eran dueños del 80% del término y tenían una vacada considerable. A diferencia de los “señores feudales” de la época, era ésta una familia numerosa muy caritativa, sencilla y estimada. Mi padre, Benjamín, era quinto del pequeño Camilo - solterón - de los Sexmeros y les unía una gran amistad. b) El sexmero, en la Edad Media, era el administrador de un sexmo (territorio formado por varios municipios. Ledesma, Arévalo, Madrigal, etc., fueron cabeza de un sexmo).

lunes, 7 de noviembre de 2011

MIS AUTORES FAVORITOS II


Portada de uno de los libros de Miguel Delibes
Miguel Delibes (Valladolid l920 -2010 )

(Delibes no precisa presentación. Conocido hasta el último y más remoto rincón de Castilla. Querido y recordado en toda la geografía española. Traducido y leído en infinidad de lenguas. Idolatrado en toda nuestra familia. Con balda escogida y completa en nuestra biblioteca. Libro nuevo de Delibes, regalo seguro de alguna de mis hijas, en especial de Antje. Bien es que homenaje merezca. Aunque se trate simplemente de humildes y ripiosos versos libres).


Mi "idolatrado" maestro y guía 
por el "Camino" de Las Letras y La Naturaleza

Por tesos, laderas y ribazos,
por alcores, trigales y arboledas,
por los verdes maizales de la Vega
y de Torozos el páramo
pajareará tu alma perdiguera…
A pie o en bicicleta con tu
raqueta bajo el brazo,
peregrinando por caminos y veredas,
por tu Campo Grande paseando,
con tu escopeta al hombro
tu leve sonrisa y tu visera,
volveremos a verte
y recordarte
por Sedano, sus canchales y riberas.

Continuarás sirviéndonos de guía
por calles, callejas y plazuelas
en tus viejos   poblados castellanos,
- “don de Dios”-
y en las viejas aldeas perdidas
tu sombra seguirá impartiendo clases
de Paisaje, Paz y Poesía.

Tu lección de valores que volaron
permanecerá siempre viva
en los seres que nos legas:
en esa infinita pléyade
de hombres y de nombres que,
¡ojalá no mueran!.
De mujeres, como " tu Ángeles"
que enseñan que,
"con sola su presencia"
el peso de la vida se aligera,
y que "es más bello el desorden
que el orden en la naturaleza".

Perennes en la memoria perviven
"Lorenzo", el cazador, emigrante                          
y jubilado;
los "tres" rapaces de "El camino";
"el Ratero", su perrita y su ayudante;
"El Cayo"
del voto disputado;
El "Mario" amortajado,
y su mujer Carmen,
"Cinco horas" velando;
El "Hereje" Salcedo, condenado;
"El Inocente"  Azarías
y su milana volando
y… ¡tantos otros!,
¡ y otros tantos!
Y entre todos destacando…
-¡tuya y nuestra!-
"¡LA MUJER DE ROJO!"
-¡de muerte tan temprana!,-
de Mujer, Esposa y Madre…
¡Flor y nata!.

¡Todos apiñados y reunidos
como amigos!,
"¡Compañero del alma!,
tán querido"
al cobijo y abrigo del "Ciprés 
de la sombra alargada".
Confiados
en que sigas esparciendo:
<Bondades y Humildades>,
sembrando ejemplos de:
<Ternura y Amistades>
<Justicia e Igualdades>

                                                                           (Manuel J. González)