jueves, 9 de julio de 2015

El paraíso hispano de LA SIESTA

El término "Siesta" merece ya por sí solo consideración y aprecio universal. Siesta es uno de los vocablos de nuestro idioma que goza de mayor difusión. Vocablo espléndido. Sin paliativos. Heredado de la antigua Roma, de la latina hora sexta que discurría de nuestras 12 del mediodía a las 3 de la tarde. España es por doquier sinónimo de Flamenco, Toros, Arena y Siesta. Tal nivel ha alcanzado esta última, que en el centro de Europa ha desbordado el campo semántico original: en las autopistas alemanas existían en nuestra época germana indicadores anunciando "Siestaraum","espacio para la siesta", equivalente a nuestro "Área de descanso". 

Tan profunda y seriamente enraizó en algunos hispanos esta rancia tradición mediterránea de “la cabezadita” después del almuerzo y el “paréntesis laboral” al mediodía que, algunos currantes, entre los que se encuentra este bloguero siestófilo, no sabrían, ni podrían, sobrevivir sin la praxis de esta tradición tan española. El sobrino Javi, maestro hoy de relato corto y en La Colina de antaño observador de usos y costumbres, daba ya entonces muestra de sagacidad suplicando: “Silencio. Que el tío Manolo duerme la siesta”(ver comentario en capítulo "La Colina").

Efectivamente: el tío Manolo sin siesta era y es persona muerta. Bien podríamos aplicarle el refrán del fraile: "Si quieres matar a un fraile, quítale la siesta y dale de comer tarde."

Por propia experiencia puedo aseverar que el hábito - ¿o vicio? - de la siesta se acrecienta con la edad y cambia de significado y valoración con las exigencias, las necesidades y los años del protagonista. La cabezadita después de la comida, el echarse la siesta - la siesta no debe exceder los 25 o 30 minutos - según médicos y psicólogos previene el infarto, elimina el estrés, aumenta el rendimiento laboral y la producción, incrementa la concentración y la memoria, etc, etc. Resucitar o revivir la siesta no es tarea fácil de narrar, porque toda ella, desde la niñez a la senectud, está plagada de episodios pintorescos y momentos memorables. De la proliferación y pluralidad de las mismas entresacaré algunas de las predilectas y nítidamente recordadas.

Siesta de los niños, aventuras a la luz del día

Para los niños de aldea, entre los que figuraba este bloguero, la hora de la siesta en Carrascal era la hora más esperada y soñada en los días de tórrido verano. Cuando los mayores dormían y los animales descansaban a la sombra de tenadas o arboledas, y solamente se oía el zumbido de las moscas, el sol despiadado abrasaba calles y campo, calcinaba arena y piedras de calles, caminos y moradas. La siesta era hora de la verdad para los rapazuelos, presa de prohibiciones y cortapisas. Dos, tres o cuatro colegas, según las circunstancias (los consabidos de pandilla: Juanito, Oni, Toño y Manolo) sigilosamente abrían la puerta de sus respectivas casas y salían al aire libre, buscando la sombra de un cumbre donde planificaban sus travesuras y correrías, que no pasaban de chiquilladas porque, “éramos buenos, porque no nos dejaban ser malos”.

Los Nideros

Nuestras delicias eran los nidos en corrales, pajares, tenadas y pozos abandonados. Todos ellos lugares prohibidos, hoy casi desaparecidos. Los nidos de golondrina, vencejos y gorriones en recintos cerrados o en el campanario, tejados y muros agrietados de la iglesia, en agujeros de paredes y recintos deshabitados. Las golondrinas anidaban a raudales en el portalillo antiguo de la iglesia y en el entonces cebonero (hoy desconozco su utilización aunque lo he visto remodelado), jardín de las tentaciones como paraíso, donde anidaban a decenas las golondrinas y escenario ideal de una de nuestras trastadas infantiles. El asalto a la fortaleza, reclamaba la habilidad de un agateador hábil y escurridizo, que trepase y se colase por el único acceso asequible, un estrechuco bucarón al que íbamos robando piedras. Recuerdo como si la hubiésemos vivido ayer por la tarde, una de estas aventuras tragicómicas: vestíamos todavía pantalón corto, obligatorio en aquellos tiempos hasta la pubertad. Aún estoy viendo y sintiendo las piernas ennegrecidas y acribilladas por la plaga de pulgas, compañeros inseparables de los cebones, disfrutando de la vista de numerosos y tentadores nidos de golondrinas, unos con huevos, otros con golondrinitos, todos ellos al alcance de nuestras manos. Pero, lo que todavía me pone los pelos de punta, es el chirrido del cerrojo de la puerta y la aparición del señor Manuel - apodado el Rodeto - nuestro enemigo público número uno, que nos traía a mal traer siguiendo cada uno de nuestros pasos por corrales y cortinos. Ese día la represalia se limitó a un buen estirón de orejas a uno de los pilluelos, mientras los otros desaparecían poniendo los pies en polvorosa.

Siestas a la caza y pesca

Según crecíamos en edad, habilidades y libertades, ya adolescentes nos íbamos alejando del poblado y subíamos al monte, a la Antanica o al teso del Palomar donde sesteaban las perdices con sus camadas de polluelos aprendiendo a volar, nuestra presa preferida. Con el tiempo nuestra actividad favorita a la hora de la siesta era correr a la caza de los pollos de perdiz. Actividad en la que de mozalbetes acabaríamos siendo insuperables maestros conduciendo algunas de las bandadas del monte hasta el río, frontera que al tercer vuelo no lograban superar todas, convirtiendo la caza en exitosa pesca.

Muy diferente - me avergüenzo todavía al recordarlo - era la caza de moscas para matar arañas. Ambas especies proliferaban a raudales en los antiguos poblados rurales y estas últimas revestían, con sus artísticos tejidos y telas, techos y muros exteriores de las humildes casitas castellanas. Las oquedades de las primitivas paredes aparecían salpicadas de agujeritos, pórticos de sus casitas, alfombradas la salida con una tupida red de fabricación propia. Cosquilleando con una pajita en la tela de araña, solía aparecer rápida la dueña, en busca de la presa atrapada en su red. El cruel entretenimiento consistía en cerrar la entrada del agujerito y aplastar al inocente animalito. Cuando esta técnica fallaba acudíamos a otro procedimiento: cazábamos mosquitas caseras con la mano que colocadas sobre la tela de araña de entrada quedaban prendidas aleteando y anunciando con su zumbido caza a la vista a la dueña de la casa, muriendo ambas a la par, obra macabra de los pilluelos de marras.

La pesca a la hora de la siesta no tenía nada que ver nada con el río. Se limitaba simplemente a meternos en la Charca del Pozo o en el único superviviente de Los Charcos a pescar descalzos ranas y renacuajos. Operación suspendida a veces ante la presencia de una culebra, terror de los principiantes pescadores quienes, chapoteando huían despavoridos a toda velocidad del lodazal poniendo los pies en polvorosa. Juego también divertido era el “cortar el agua” en la charca con un canto o una piedrecita llana. Ganador quien llegase más lejos con la piedra o más círculos y saltos registrase.

Siesta en las eras

La Meridiana o La siesta, por Vincent Van Gogh

Como el pobre Manolo no disponía de eras propias, suplía tales carencias con el orgullo y el placer de ir a dormir? la siesta a las eras, invitado por Fili, amigo y vecino unos años mayor, a quien acompañaba a veces a las eras, solitarias en las horas del descanso. 

A la sombra, debajo del carro, a veces cargado de mieses, o al resguardo de un montón de haces de trigo o cebada pasábamos felices ratos, peleándonos contra los tabarros y las moscas e ideando toda suerte de pasatiempo, menos dormir. A este respecto debo testimoniar mi orgullo de español, como inventores de la siesta, pues como demuestra el cuadro de van Gogh, hasta Holanda llegó tan sana costumbre. Tal vez herencia de los tercios imperiales en Flandes, los campesinos holandeses, segadores del heno, disfrutaban como nosotros de la siesta entre pajas.

Siesta y senectud comienzan por S

Cuando la vida serena va resbalando a su fin y la humana naturaleza va encorvándose más y más hacia el polvo, la necesidad de la cabezadita tras la comida reviste tonos de obligatoriedad. La siesta del presente, jubiladísimo y sin agobios, se impone como Dios manda y siguiendo el consejo de D. Camilo J. Cela , en buena cama y “con pijama, padre nuestro y orinal”.

Siestas en el paraíso 

Este enamorado de la cabezadita no cambiaría por nada del mundo las siestas de la Colina, en su doble dimensión: siestas en compañía con nietas y nietos y, al estilo tradicional, la siesta en solitario y al aire libre. Antes del invento de la “caja tonta” y de la invasión de la televisión en aldeas y terruño, que ha sustituido este momento de reposo mágico del verano, la siesta consistía a menudo para los nietos en dormir y jugar en compañía del Opa. Y a decir verdad, con todos ellos, desde Irene y Teresa hasta Inés y Martín nos lo pasábamos pipa, inventando tonterías, haciendo visajes, mímicas y muecas antes de caer rendidos por el sueño. Con el benjamín de la familia, y el poder de seducción de la televisión, las reglas del juego de la siesta han cambiado. Ahora Martín es el que viene a despertar al Opa y jugar con él al caballito o descender y rodar por la montaña y hacer el piripi hasta la extenuación del dormilón.

Siesta al aire libre

Como sucedáneo admirable, disfruto también de la siesta en solitario, y con frecuencia al aire libre cuando la temperatura lo permite, tumbado en el bendito suelo a la placida quietud y sombra de una encina, una acacia, un chopo o un pino y encantado con la reconfortante, silenciosa y a par “sonora soledad”. Este enamorado de la naturaleza, hasta tolera la compañía de las cargantes, pesadas y hasta pijoteras moscas, con tal de disfrutar del susurro de las hojas de los árboles, del trino de los pajaritos y del paso lento, seductor y apasionante de las nubes en el velazqueño castellano cielo.

Por todas ellas, por todas las siestas del pasado y del presente, por todo lo vivido, dormido y sesteado, agradecido, y por siempre: ¡LOADA SEA LA SAGRADA SIESTA!, galardón de nuestra cultura, orgullo de tradiciones patrias y premio diario a nuesto quehacer cotidiano.