martes, 27 de marzo de 2012

E S T U D I O S V: Licenciatura en Modernas (cont.)

Los tres años de Especialidad discurrieron menos irregulares y anómalos que los Comunes. La universidad de Salamanca, a la par que la Complutense, inauguraba la especialidad de Modernas, obra del rector Tovar y del catedrático madrileño Emilio Lorenzo, a quien tanto agradecimiento y afecto debo. Figura clave en nuestro traslado a Madrid y a quien rendiré espacio merecido en el capítulo de “Oposiciones”. 

Las innovaciones, al principio siempre se pagan caras. Las”Modernas” salmantinas (Filologías en lenguas modernas : alemán, francés e inglés) iniciaban su singladura con escasez de aulas y profesorado, y sin apenas alumnado. Dos fueron nuestros únicos profesores de especialidad: un misterioso lector que llevaba años en Salamanca - sin conocimientos ni entusiasmo pedagógicos- y de quien las malas lenguas rumoreaban que pudo tener vinculaciones con Herr Hitler, y un catedrático alemán - muchacha para todo- quien no comprendía como pudo meterse en tal embolado. Tenía que responsabilizarse de todas las asignaturas siendo su especialidad la Nordística (lenguas escandinavas, islandés, germánico y gótico incluidos). Era el arquetipo de un “Juncker” prusiano decimonónico. Su nombre lo delataba: Wolff Wolff Rottkay. Sin embargo de prusiano solo tenía sus andares marciales. Era una persona supereducadísima, atento y afable. Luchador intrépido contra la adversidad.

Iniciamos la especialidad de alemán ¡tres incautos parvulitos!: Feliciano Pérez Varas- compañero de fatigas muy conocido, telefónicamente, de mi familia, una infeliz madrileña que se perdió por Salamanca, y un humilde servidor de ustedes.

A principios de quinto, el ultimo curso, el rector Tovar, eminente político, indoeuropeista relevante y germanófilo, me ofreció un trabajo en Alemania para “perfeccionar” mi alemán: ¡corrector de español del Manual de la AEG en Frankfurt! Acepté gustosísimo, sin poderme imaginar que esta ciudad alemana iba a convertirse en hito y monumento histórico en mi vida. El entusiasmo obcecó mi mente, y no se me ocurrió pensar que, una vez más, otro curso iba a ser otro borrón oscuro en mi irregular carrera, falta siempre de orientación pedagógica y planificación académica.

Mis progresos en alemán debieron ser, no obstante, satisfactorios, pues fueron suficientes para finalizar, con más pena que gloria, la Licenciatura en Filología Moderna-¡Alemán e Inglés! Después de medio siglo,todavía hoy me ruborizo al transcribir esta información. ¡Examen de Licenciatura!

¡Hasta el rabo todo es toro y faltaba el rabo por desollar!: Para poder acceder al Doctorado se exigía antaño un examen global de Licenciatura. Un examen oral de la mayoría de las asignaturas de la carrera. ¡Qué disparatado desaguisado! En un septiembre inmemorial, sin tregua ni pausa y exigua preparación, víctima propiciatoria, sobrellevé el trago más amargo de mi vida. Una vez más la literatura- esta vez la portuguesa- me sirvió de tabla de salvación: Eça de Queiros, el novelista más representativo, creador de la novela moderna portuguesa, me sirvió de manita redentora. ¡Un sobresaliente me redimió del vergonzoso suspenso en historia del arte! Aunque a duras penas, y dejando los pelos en la gatera, la dadivosa Anaya me dejaba una puerta abierta para futuras revanchas profesionales. Al fin de cuentas la Licenciatura en Modernas fue la consumación de un sueño con abundantes pesadillas y quizás con más sombras que luces. Pero el saberse dueño de un título universitario en una rama innovadora, en aquellos tiempos de sequía cultural y académica, era como poner una pica en Flandes: la anchurosa ventana hacia la docencia, horizontes de claros amaneceres y amplitud de perspectivas prometedoras, acrecentaba renacidas ilusiones.

El delegado
Puestos, generosamente, a colorear tenuemente el paisaje estudiantil de aquellos cinco años nostálgicos y trascendentales, nuevas luces aparecieron al borde de mi camino. Aprendí a superar complejos y vencer timideces. Ascendí hasta delegado de curso y ¡Delegado de Facultad! (v. foto adjunta) viendo premiada mi función con un placentero viaje a Madrid con otros dos compañeros de Ciencias y Derecho en un aniversario del angustioso? día del dolor. Segundo viaje al Madrid que nunca había soñado.

¡Y quién me lo iba a decir!, me encaramé hasta la presidencia y dirección del equipo de futbol de la Facultad, evento insólito en el universo de las letras. Inesperada e impensada final de distrito salmantino en los Juegos Universitarios del SEU contra el campeón equipo de Derecho. Acontecimiento deportivo que tuvo lugar en el Calvario- histórico campo de la UDS- en soleada y plácida tarde de primavera charra. Aunque el resultado nos fue adverso, un honroso1-0, nuestra fue virtualmente la victoria socio-deportiva: un exitazo de público exclusiva de nuestras atractivas fans femeninas de Anaya, culpables de la nutrida nube de mariposos de otras facultades que abarrotaron las gradas del estadio. Y obra nuestra fue también la apoteosis final. Las dos “mises” del curso- dos vascas de pasarela,  portadoras del ramo de flores a vencedores y vencidos fueron la atracción del festejo futbolístico. 

Otras anécdotas y aventurillas mas podría relatar como un viaje del “Equipo” a Ciudad Rodrigo fruto del crack mirobrigense, el entrañable Mariano Anaya, pero dejemos lo lúdico y ciñámonos a lo estrictamente académico y humano. Sería injusto callar días y silenciar recuerdos memorables de mi paso por la Universidad. Al integrarme plenamente en el ámbito urbano y universitario surgieron nuevas y valiosísimas amistades.

El lema de la universidad salmantina “salmantica docet” no resultó baldío del todo en mi caso concreto. Algunos profesores y compañeros me enseñaron y ayudaron a configurar mi existencia, a elegir mi paisaje y mis amistades. Como preludio al capítulo que dedicaré a MIS AMIGOS, anticipo aquí algunos nombres, símbolo de amistad sincera y verdadera y portadores de valores que aprendí a hacer míos: El Onkel Pepe y la Tante Lola en la vanguardia, Mariano Anaya, Feliciano Pérez Varas, Andrés Fuentes, el Padre Jose Maria.Patino, compañeros y amigos de por vida. De los profesores, especial mención merece el siguiente trío: D. César Real de la Riva (director de la tesis doctoral), D. Fernando Lázaro Carreter (no precisa presentación) y D. Martín Ruipérez, mencionado más arriba. También D. Manuel García Blanco, por su personalidad cordial y humana - pasos que intenté seguir llegado el momento- merece figurar en esta orla. Sin la ayuda, ejemplo y aprecio de todos ellos sobraría el proyectado capítulo Estudios de Doctorado. Y de “last but not least” la entrañable Dª Julia, secretaria de la Facultad, siempre dispuesta a aconsejar, facilitar papeleos y resolver problemas burocráticos. Constantemente cariñosa, afectuosa y enorgullecida al recibir, ya abuelita, la visita de antiguos y lejanos alumnos en el extranjero.

jueves, 22 de marzo de 2012

E S T U D I O S IV: Licenciatura en “Modernas” para andar por casa

“La vida sólo se entiende hacia atrás”

Con los títulos de Magisterio y Bachiller Superior en mi mochila podía empezar a convertir en realidad el sueño, durante años acallado y secreto: matricularme en la universidad. Pero, antes de enamorarme de “ANAYA”, quizás a algún lector curiosón se le ocurra preguntar: ¿a qué se debió o cuál fue el motivo o motivación principal que me arrastró a estudiar en la Universidad?

Palacio de Anaya (Salamanca) 
"Antigua Facultad de Letras y Ciencias"
Con 22 años y una novia – podré notificarlo ahora, después de tantos años y sin sonrojarme - la“guapa” de Palacios y entorno ledesmino, había situaciones y alusiones que lastimaban mi amor propio juvenil. Todavía erosionan mi torpe oído senil los burlones ademanes como: “¡Hola maestrillo!, “Ahí viene el maestrillo”, entre otras socarronerías despectivas. Retintineo y altivez manifiesta por parte de estudiantillos y ricachuelos presuntuosos de tres al cuarto, que alardeaban de dinero y superioridad por estudiar medicina, derecho o veterinaria, carreras superiores, más lucrativas y pragmáticas, codiciadas por la neo-burguesía de entonces. Esa manifiesta prepotencia fue provocando en mi complejo de inferioridad una reacción de autoestima y superación (aunque me costó vencer la obsesiva preocupación de ser carga económica para mi padre y hermano).


Además de a mi novia- ella habría estudiado gustosa Ciencias en la universidad - fueron tres las personas a quienes debo el impulso y empujón definitivos. Las tres relacionadas con Vegas de Matute y con mi primera, soñada y ensoñadora escuela oficial, en este pueblecito segoviano escondido entre el Caloco y las primeras estribaciones de la Mujer Muerta. A la cabeza de este singular trío, Francisco Brandli y su esposa Mercedes Matesanz. Don Paco, el médico del pueblo, madrileño de padres suizos, profesional integuérrimo, culto, leído y de mente universal, educado y correcto, de exquisitos modales tradicionales - ¡siempre me trató de usted! - fue el animador y promotor principal en mi decisión de estudiar Letras, carrera minusvalorada en tiempos de crisis económica de postguerras. Tanto él como su mujer, también maestra, “amigos de sus amigos”, fueron mis mentores y consejeros. Me acogieron como hermano pequeño y en todo momento me sirvieron de ayuda y acicate. Ellos fueron quienes definitivamente me convencieron de que valía para algo más que “maestrillo de pueblo”. En las largas veladas invernales, al amor de la camilla de su casa, íbamos entretejiendo ensueños y planes de estudios con los temas preferidos de tertulia: el arte, la literatura, la filosofía, la teología, la historia, la política - sin olvidar el fútbol, pues como buen madrileño, su corazoncito latía madridista.

Encomiable e inestimable fue también la participación del Inspector provincial de primera Enseñanza de Segovia, en su visita protocolaria a las escuelas de Vegas. Admirado del espíritu reinante en mi escuela, su informe protocolario en mi Hoja de Servicios fue un elogio desproporcionado. No olvidaré jamás su amigable consejo de despedida - palabras para enmarcar - antes de subir en Guijasalbas (topónimo que sigue enamorándome) al coche de línea que le devolvería a Segovia: “No pierda usted más tiempo en un pueblo de mala muerte. Siga usted estudiando para no fosilizarse.”

Después de algunos años vi, alborozado y todavía agradecido, su nombre, como escritor, en la prensa nacional. Supe entonces que Manrique era mucho más que el rutinario funcionario de turno.

Como obras son amores, dicho y hecho. Al estar vigente en la normativa académica de aquel entonces la posibilidad de matricularse de libre,” matrícula no oficial” que te eximía de asistencia a clase, finalizadas las vacaciones estivales y antes de reincorporarme a mi escuela segoviana, me matriculé de “1º de Comunes libre” en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad salmantina.

Según plan decimonónico - los estudios de Letras se dividían en dos ciclos: dos años de Comunes y tres de Especialidad. El primer curso, sin profesor, libros y apuntes, me resultó coser y cantar, gracias a la herencia almacenada del seminario y la inestimable ayuda, antes mencionada de mis amigos de Vegas. Los exámenes para libres tenían lugar una vez finalizados los oficiales. Exámenes atropellados y descabellados. ¡Todas las asignaturas en un par de días! Como las asignaturas troncales eran en primero de Comunes las tradicionales Latín, Griego, Literatura y Lengua españolas, entre otras, superé el primer asalto sin dificultad alguna.
El 2º Curso, al matricularme de oficial y abandondar Segovia, se presentaba más despejado y esperanzador, aunque su duración no pasó del primer cuatrimestre, como revelaré más adelante. En el programa figuraban asignaturas en las que el autodidactismo era insuficiente: Historia del Arte, Historia de España, Geografía, Fonética y Fonología, entre las principales. De ésta última conservo, como único patrimonio y oro en paño, el libro de texto: Manual de Pronunciación española de Navarro Tomás. El ejercicio práctico de transcripción fonética fue una verdadera pesadilla.

Cuando más lo necesitaba económicamente, la fortuna se convirtió en mi aliada. La Universidad de Salamanca convocaba dos becas por oposición para Estudios de Filosofía y Letras. Ni corto ni perezoso, me presenté al obligatorio examen escrito. La suerte me sonrió al anunciar el tema de redacción: ” La épica grecolatina”. Casualmente en las últimas vacaciones de verano la Odisea y la Eneida – Homero y Virgilio- habían sido mis compañeros de lectura. El presidente del jurado, D. Martín Ruipérez me felicitó, cordial y cercano, al comunicarme el resultado positivo de la prueba. ¡Felicidad y orgullo me acercaban mensualmente al Rectorado a cobrar las 400 pesetillas de la beca! Con Ruipérez se iniciaba un contacto y una amistad que perduraría toda una vida profesional. Además de presidente del tribunal de mi tesis doctoral en Salamanca, presidió mi oposición a la plaza de Filología alemana de la Complutense, donde coincidimos posteriormente como compañeros.

Muchos años después, me tocó formar parte del Tribunal de una plaza de Profesor de Filología alemana de la UNED madrileña a la que opositaba un hijo de Ruipérez. Por fortuna, y para tranquilizar mi conciencia, Germán –éste era su nombre- no tuvo rivales y obtuvo la plaza por unanimidad.

Retornando a mis estudios, dada la excesiva prolongación del noviazgo y la avanzada edad del estudiante, para ir ganando tiempo al tiempo, solicité como maestro cumplir los seis meses de prácticas obligatorias como Alférez de Complemento. El 1 de marzo de 1952, cuando en Plasencia florecían ya las mimosas - perfume y flor hasta entonces desconocidos - me trasladé a la acogedora ciudad del Jerte para cumplir mis deberes patrios, pero entre junio y septiembre logré la heroicidad de acabar con los Comunes.

Pero no fue orégano todo el monte. Tropecé en Geografía, una de de mis favoritas, teniendo que negociar el aprobado con el Prof. Maluquer de Motes, prestigioso arqueólogo catalán, presentando, a posteriori, un trabajo sobre “El Rio Jerte”. Río extremeño que desde entonces, además de por sus cerezas, pasaría a ocupar lugar preeminente en mis intereses geográfico - turísticos - por el aprobado y por mi Alferezazgo.
(continuará)

sábado, 10 de marzo de 2012

PERSONAS Y PERSONAJES QUE CONFIGURARON MI EXISTENCIA

El abuelito Benjamín
FAMILIARES

La figura del padre: Benjamín González Hernández, el patriarca de los benjamines

Sobrino que apadrinaba, ahijado al que le endosaba su bíblico y poético nombre: Benjamín Díez, el hijo pequeño de su hermana María en Zarapicos, Benjamín Pedraz también el pequeño de su hermana Isidra en Salamanca, y el hijo de su segundo matrimonio se llamaría también Benjamín, si no hubiera muerto prematuramente a los dos meses de nacer. Y a fe que transmitió a sus dos ahijados en las aguas bautismales, algunos de sus atributos característicos: sonrisa bonachona, actitud próxima, expresión tranquilizadora, natural agradable y atractivo, silencioso, reservado y afable.

En las biografías de hombres o mujeres célebres es norma que la madre se lleve la palma a la hora de transmisión genético-positiva: la madre es la que cuida, anima, dirige, estimula. El padre suele ser el ejemplo a seguir principalmente en el terreno profesional. En mi época de adolescente el hijo del médico estudiaría medicina, el del abogado, derecho, el del maestro magisterio, etc. En mi caso, al carecer de madre prematuramente, mi padre tuviera que haber cargado con la duplicidad de roles, pero no fue así. La explicación lógica sería que ambos, mi padre y yo, vivíamos en mundos diferentes y en galaxias contrapuestas. Él en su herrería,  herencia para mi hermano mayor, y yo viviendo en una esfera en la que mi padre era  profano total. Él viviendo en su limitado horizonte de campanario, entregado en cuerpo y alma a su trabajo y a sus tres hijos huérfanos, volando a ras de suelo como golondrina callejera, yo en vuelo de altura como ave migratoria, peregrino en alas de la fantasía infantil y juvenil, idealista y soñador.


Mi padre, de físico agraciado, más bien delgado, con tendencia perdida a rubio, de ojos azules, transmitió sus virtudes físicas a mi hermano Luciano, el guaperas de la mocedad de aquellos pueblos. Yo sin embargo, heredé  la línea materna: más pequeñajo y regordete.

No le recuerdo jamás una palabra fuera de tono, más alta o disonante. Ni pendencia o reyerta  profesional. Ni en el trabajo – en las fraguas – ni en la calle – vida social -, ni en la cocina, el salón familiar. Sin embargo, en herencia me otorgó rasgos caracterológicos de los que le estoy muy agradecido. A mí me bastó con el patrimonio de su idiosincrasia y su comportamiento. Los envites de la vida – pérdida de dos esposas y dos hijos en escasos años – le convertirían en introvertido, más reservado y menos hablador. Humilde, nada exigente y generoso, trabajador infatigable. El primero que se levantaba en el pueblo en las épocas de arada para ir a labrar[1] a San Pedro, y el último que finalizaba el trabajo por la noche en Carrascal, en período de rejas.
Inteligente era, en aquellos tiempos, sinónimo de saber leer y escribir bien y dominar las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Estas facetas las realizaba también a la perfección. Yo disfrutaba de pequeño revisando sus Libros de cuentas que llevaba – con agradable caligrafía inglesa – a las mil maravillas.
Aunque suene a cuentos de Maricastaña, hay que saber que en aquellos tiempos, el dinero contante y sonante era en el campo privilegio de escasísimos afortunados, grandes ganaderos y terratenientes. Pagar al contado era como pedir peras al olmo. La mayoría liquidaba a finales de verano, o por ferias, cuando el jornalero cobraba y los labradores vendían el ganado o parte de la cosecha. En el debe del libro de cuentas figuraba el nombre y la naturaleza del débito: x debe 10 herraduras y 20 aguces de rejas, z herraje de cinco vacas, etc., etc.

En suma: como todos los padres son el ídolo de los hijos hasta la llegada de la pubertad, el hijo pequeño del herrero de Carrascal estaba orgulloso de su padre, porque, además de apuesto, era para él:
En la fragua (Ilustr. de Irirbú, 2012)
El mejor herrero y herrador de la comarca (sabía de memoria la medida de las herraduras de todas las mulas y caballos que venían a Carrascal desde varias leguas a la redonda). El melódico retintineo de su martillo sobre el yunque, que él solía llamar "bigornia" (término que como filólogo me enloquece), continúa nítido en mis oídos.

El mejor cazador (hasta 13 torcaces mató un día de un tiro, y no había liebre o perdiz que se le escapase).

El mejor hortelano (su huerta de Santibáñez o el Valporquero de Zarapicos era un pequeño vergel para su hijo).

El mejor jugador de calva (en los encuentros de la Raya de los tres pueblos, casi todos los años figuraba entre los vencedores).
El mejor jugador de cartas. En este apartado tengo que ser más explícito y demostrar mi admiración con hechos:
Todos los domingos y días festivos del año repetía el mismo memorable ritual. Me basta cerrar los ojos, para recordar viviente aquella estampa familiar.
Después de comer, se afeitaba, acto ceremonioso que yo contemplaba ensimismado. Admirado al ver que no se cortaba con aquella navaja de barbero que estremecía sólo el contemplarla. Estupefacto, observaba  feliz los gestos y hábiles manipulaciones para evitar la sangre en  alguna de las verruguitas que salpicaban su rostro.

Bien acicalado – peinados a raya sus escasos y ralos cabellos – con el traje dominguero y su nueva bilbaína festiva, se dirigía a San Pedro a jugarse las perras al "subastao" (juego de cartas prohibido por la autoridad competente). Sus contrincantes eran sus amigos: el médico, don Claudio González (solterón con cuartos), el señor alcalde y no recuerdo el nombre de los demás jugadores. 

Mi padre era un lince a la hora de apostar y un excelente psicólogo que conocía al dedillo las habilidades de sus adversarios. No recuerdo anochecer alguno en que volviese perdedor. Feliz y exultante nos informaba del resultado del lance…”hoy he ganado diez duros”. Cincuenta pesetas que en aquel entonces era aproximadamente el jornal mensual de un pobre obrero del pueblo. (En este apartado debo confesar que fue nula su herencia.¡Las cartas se me caen de las manos!).

Mi admiración filial me impedía ver que “en el país de los ciegos el tuerto es rey”. Pero para los ojos de un niño, los padres son siempre el ídolo y el modelo a seguir.

¡Pero no era oro cuanto relucía! Era un fumador empedernido. Superaba a cualquier carretero. Eso sí, liaba los cigarrillos de “picadura” con una maestría insuperable. Y en este terreno cabe apuntar un borrón en tan brillante curriculum, una sombra en mis memorias de la infancia.

Alguna de las noches del frío, riguroso y tenebroso invierno castellano cuando regresaba de la fragua para la cena, se acordaba de que no tenía tabaco y mandaba al más pequeño a comprarlo al estanco de la tía Casera.

Todavía no había llegado la luz eléctrica a Carrascal. Y los escasos doscientos metros que había que recorrer, bordeando el oscuro callejón del campanario, y sufriendo los aullidos de los perros callejeros, eran trago agonizante de pánico y pavor para el pobre rapazuelo. Me imaginaba un ladrón en cada bocacalle, un hombre embozado en una manta en la esquina del campanario, y un “hombre del saco” escondido en el portalillo de la iglesia. A tal grado ascendía a veces mi malgenio, que la escena concluía yéndome a la  cama sin cenar.

Los últimos años de mi padre tampoco fueron una alfombra de rosas. Cuando los abuelos de Zarapicos, sus padres, no podían valerse por sí mismos, se los trajo a Carrascal, donde muy pronto murió el abuelo Cipriano, después de una grave operación (primera muerte de la que guardo plena conciencia). Casada mi hermana Aurora, se fue ésta a vivir a Salamanca y el cuidado de la casa quedó a cargo de la viejecita “Meregilda”, quien acabó sus días en Salamanca en casa de su hija Isidra, donde murió muy cercana a los cien años.

Al casarse poco después mi hermano Luciano, mi padre le dejó en herencia casa y fragua de Carrascal y San Pedro y nosotros dos nos trasladamos a Zarapicos a la casa de los abuelos, donde él continuó unos años trabajando y añorando al Carrascal de sus sueños y de su largo y duro bregar.

En Zarapicos rehizo su vida y la huerta del Valporquero, más grande y hermosa que la de Santibáñez, con una noria de piedra de cantería con cristalinas y abundantes aguas, un ciruelo frondoso y tres alcornoques gigantes se convirtieron en el centro de su ilusionante renacer.

Sin embargo, la soledad fue paulatinamente estrechando su cerco. Yo acabé también por alzar el vuelo, reduciendo cada vez mas mis vacaciones y mi compañía. Una criada, una señora mayor, la señora Manuela de Añover, fue su fiel servidora durante los últimos años. Ambos ya indefensos, se trasladó a Salamanca, a casa de mi hermana Aurora, al cuidadoso celo de su hija y su yerno Delfín, para quien siempre fue como su propio padre, y al calor, alegrías, risas y cariños de sus nietas Adela, Luci y Conchita y su nietecito Jose. Siempre añorando el verano y la llegada del hijo pequeño y su mujer Palmira, residentes en Alemania, y sus dos nietitas, Antje y Emma. Nuestro regalo veraniego habitualmente era una caja grande de puritos alemanes, delicia para el gran fumador, uno para cada domingo del año. Ceremonia que cumplía a rajatabla, pues cuando murió comprobamos con qué meticulosidad había ido distribuyendo y fumando el purito dominical.

Una noche del agosto de 1960, el recuerdo se mantiene transparente, a medianoche sonó el teléfono en Palacios en casa de los padres de Palmira: “venid rápidos, padre está muy grave”. La sospecha de la tragedia se cumplió. Una feísima luna menguante por la planicie de Torresmenudas presagiaba el fatal desenlace. En nuestra conciencia el recuerdo tranquilizador de que todo ocurrió en el momento más oportuno. Además de acaecer su separación durante nuestras vacaciones en España, un par de días antes la familia de mi hermana y la nuestra habíamos disfrutado de su compañía en la tradicional excursión veraniega; ese año a la sierra salmantina a las hoces del Alagón, frontera con Extremadura.

Descansa en el rincón último del cementerio salmantino, a la sombra de un ciprés, en la misma tumba que su madre, su hermana Isidra, su cuñado Valentín y su sobrino Liborio, hermano de los primos Benjamín y Antonio, quien murió a los 19 años, víctima de la tuberculosis, enfermedad de postguerra. Si tristes fueron los prolegómenos del velatorio, el funeral y el entierro, más dolorosa fue la despedida de la familia y el retorno a Alemania. Caía para siempre el telón que cerraba irremediablemente una etapa importantísima de mi vida. Al volante del VW, sentía  el dolor de una pérdida irreparable de una enfermedad total. Ya nadie nos esperaría en Carrascal, en Zarapicos, ni en Salamanca, con la ilusión y el cariño inigualable del padre. Con él se fueron la fragua, la viña, el Valporquero, el río, Santibáñez, las campanas, los pájaros y tantos y tantos valores de inigualable patrimonio.


Para siempre continúa en el recuerdo aquella luna deforme y repulsiva, amarillenta y vaticinadora de la muerte que llegó.


[1] En este contexto, aguzar o preparar las rejas del arado romano.