viernes, 21 de diciembre de 2012

POSTGUERRA II

Veraneos en Montelareina, campamento de Milicias Universitarias:
Alférez provisional de complemento

Tan campanudo y ostentoso título de alferezazgo de complemento – porque tres eran tres las estrellas para el lucimiento, una en la gorra y otra en cada una de las solapas de la manga – fue invención de guerra. Ante la penuria de oficiales en los batallones de combate, se creó este nuevo cuerpo militar como complemento ilusorio. Lo de la provisionalidad fue un acierto pleno. Lo testimoniaba el dicho popular: “Alférez provisional, cadáver efectivo”. Tenía su explicación lógica: todo estudiante, dada su formación académica (la inteligencia como el valor se le suponía), era automáticamente ascendido a alférez, creyéndolo ya capacitado para el arte de la guerra. Bisoñez e inexperiencia, auténticas armas mortales en los frentes de batalla, donde finalizaban, pardillos ellos, convertidas en auténtica carne de cañón completando de este modo las estadísticas de “caídos por Dios y por España”.

Hito patriotico -Jura de bandera
No exagero al otorgar este atributo a los recién llegados alféreces en prácticas, héroes defensores de la villa placentina. El deslumbrante uniforme de oficial – en la mayoría de los casos heredado a precio de outlet – ejercía un efecto seductor e hipnotizador en las jovencitas placentinas durante nuestros marciales paseos por la Plaza Mayor, los Jardines del Parque próximos a los cuarteles, y sobre manera, en los bailes del Casino. Los futuros juristas e imberbes galenos, los químicos, filósofos y poetas en ciernes, catalogados todos ellos por el distintivo color de los cordones del uniforme, eran piezas cotizadas y codiciadas de ingente valor matrimonial.

Pero las estrellas había que ganárselas a pulso. Dos veranos íntegros, consecutivos, de formación en el Campamento de Milicias Universitarias de Monte la Reina, a orillas del Duero en las cercanías de Toro. Aprobado el primer curso se salía ya luciendo galones de Sargento y con la estrella de Alférez, concluido con éxito el segundo.

En ningún momento destaqué en espíritu militar. Ni en entusiasmo por las teorías de la guerra ni en técnicas y prácticas militares. El salto del potro se me atragantaba con frecuencia en las clases de gimnasia, y en cuanto podía me “escaqueaba” (término campamental) en las prácticas de tiro.

Para los enclenques “señoritos” de ciudad, la incomodidad de la vida espartana, la precariedad de servicios, el rancho cuartelero y las primitivas y penosas estrecheces de habitabilidad, eran auténtico suplicio diario. Apiñados en tiendas de campaña circulares con capacidad para doce colchonetas extendidas, teníamos que convivir, dormir y roncar trece individuos. El fatídico 13º, el menos espabilado, tenía que dormir sentado a los pies de los caballos. Sin embargo para los “milicianos” pueblerinos, acostumbrados como estábamos a privaciones e incomodidades de la vida rural, horarios y actividades soldadescas eran más o menos tolerables, exceptuados algunos días de tórrido calor castellano. Lo insufrible para mi humana naturaleza - dadas mis facultades de sabueso perdiguero - eran las letrinas, “El departamento de servicios sanitarios” al aire libre, según el calco latino” lugar donde verter (directamente) los excrementos. Para evitar imprecisiones descriptivas, y sobre todo nauseabundas recordaciones, será aconsejable “no meneallo” parafraseando al bueno de Sancho Panza.

Seis “triunfales” meses de Alférez en Plasencia

No todo iban a ser penas, pesares y penurias. Tras la Semana de Pasión llegaría el Domingo de Pascua. El premio a tan acendrado y patriótico espíritu militar no se hizo esperar. Como mi objetivo primordial consistía en ir eliminando barreras y acortando distancias para la meta soñada de la boda, solicité inmediatamente cumplir con los seis meses de prácticas obligatorias como Alférez. Para mayor satisfacción, y una vez más en detrimento de los estudios, me concedieron una plaza de Alférez en el Regimiento Órdenes Militares nº 28 de Plasencia. Cercenado el curso 2º de carrera a primeros de marzo, llegaba a la ciudad del Jerte, cuando en los Jardines del Parque, en frente de la Residencia de Oficiales, las florecidas mimosas amarilleaban en todo su esplendor. El exotismo del árbol, para mí hasta entonces desconocido, su belleza y perfume, heraldo de la primavera, presagiaban una feliz experiencia y disfrute, como “mando” militar, conquistador de la capital del norte de Extremadura.

Conquistador de Plasencia
Dejaré en la papelera historietas íntimas, escenas curiosas, a veces ridículas, de mi breve servicio a los ejércitos de Franco. Recordaré solamente dos como botones de muestra:

Entre los nuevos amigos del regimiento figuraba Santiago Jiménez de Salamanca, cuya pista perdí ya hace tiempo, compañero de Residencia y de Compañía, persona seria, muy disciplinada y religiosa, pero que pasaba olímpicamente de todo lo que fuese ejército y milicia. Estando de guardia una hermosa mañana del mes de junio, a primeras horas de la jornada entra nervioso y alarmado en el Cuerpo de Guardia, el cabo Rosas, un vallecano listejo y conquistador, gritando a mi aletargado amigo: “¡ mi alférez, mi alférez , que vuelan el polvorín!”. El único conocimiento que teníamos del polvorín es que existía una garita de guardia con esta denominación. Casualmente este día hacía su primera guardia un recluta en la susodicha “garita del polvorín”. El pobre neófito, con tanto miedo como vergüenza, cumplió a rajatabla las instrucciones del cabo Rosas: “Si alguien desconocido o sospechoso se acerca a la garita mas de X pasos, se le da el “alto”. Si no obedece, repite la orden otras dos veces, y si no obedece a la tercera, dispare”. Pues, dicho y hecho. Nuestro recluta apunta y dispara a una gitanilla que, pasando de todo, llevaba a su niña pequeña al colegio. El ruido del disparo provocó la alarma de Rosas quien, sin pensárselo tres veces, transmitió la reglamentaria orden al oficial de guardia. Nuestro Santiago, cumplidor a ultranza, siguió el ejemplo del subordinado, y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, descuelga el teléfono y transmite el mensaje al Comandante del batallón que vivía en el ático del cuartel con mujer y cuatro hijos: - “ Mi Comandante, mi comandante, ¡qué vuelan el polvorín!”. Cualquier humano podrá meterse en la piel de un militar en situaciones tan dramáticas... y más todavía sabiendo que el polvorín estaba ubicado en los sótanos del cuartel. La reacción inmediata, una vez recobrada la calma, al ver, con sus propios ojos, que en el polvorín y alrededores reinaba calma chicha, fue convocar a una reunión de urgencia a todos los Alféreces Provisionales. Por fortuna la borrascosa bronca no pasó de las palabras a los hechos. El insulto más liviano fue: “son ustedes unos impresentables. Oprobio y vergüenza de la patria”.

El alférez Jiménez, gracias a su irreprochable expediente, se libró del esperado castigo disciplinario. No así el artista cabo Rosas que tuvo que disfrutar unos días en las tenebrosidades del calabozo.

De mencionar es también el espíritu de ahorro que reinaba en la Residencia de Oficiales, conocida por el pomposo apodo de “El Imperio”. De la inteligente política económica, llevada a cabo por el “emperador” de turno, durante el mes de mandato, dependía nuestra cuota mensual, y a ella fue debido que este narrador no pudiera ni oír hablar de “huevos fritos” durante muchos años. Aspiración de todo emperador era pasar a la historia como mejor administrador de intendencia, consiguiendo la mensualidad más baja. El emperador del mes de mayo no tuvo que realizar heroicas epopeyas para prenderse la medalla. Como el mes de mayo es época alta de las gallináceas ponedoras, el encargado de cocina nos obsequiaba diariamente con un par de huevos fritos, que algunos días se convertían en cuatro: dos para comer y dos para cenar. Comprenderá y disculpará el sensato lector esta mi aversión temporal al producto de mis simpáticas gallinitas.

No quiero concluir, sin embargo, esta gloriosa etapa de mi experiencia militar, sin aclarar un punto oscuro en la historieta del “polvorín”. Más de uno se habrá preguntado: ¿y dónde fue a parar el tiro del recluta de marras? Increíble pero cierto: milagrosamente la bala del recluta agrandó el agujerito de la cuerda de la pizarra que llevaba colgando la niña gitana. Y no puedo menos de revelar que, a partir de ese día las hijas del Comandante, dos lindas adolescentes, huían de los flirteos de los oficiales como almas que lleva el diablo, no volviendo a dirigirnos la palabra durante nuestra estancia placentina. Cruel castigo paternal que afectó a ambas partes. Como compensación, la hija del coronel, una gordita, simpática y bonachona como su padre, nos invitó, a los dos oficiales de la compañía a la popular romería de la Virgen del Puerto, patrona de Plasencia. En la ermita de la virgen, ubicada en un bello paisaje de montaña, disfrutamos de una deliciosa merienda y concurridísima compañía al aire libre, cantando y bailando y aprendiendo una hermosa canción regional, de la que transcribo, como punto final, su letra al no poder hacer lo mismo con la deliciosa melodía que placentera y nostálgica, acude a mi memoria todavía de vez en cuando, sin previo aviso.

¡Ya viene San Lucas, el pijotero,
a llenarnos la casa de forasteros!

Estribillo:      El pájaro ya voló, el pájaro…