viernes, 25 de enero de 2013

Monumentos de Aldea

La Iglesia y Mis Campanas


Entre las múltiples manifestaciones del Arte solemos olvidar el Arte de Recordar. La poesía del Recuerdo convierte lo anodino en emblemático. La memoria transforma áridos eriales en verdes y floridos vergeles y en arte las edificaciones de piedra y barro de gran valor cotidiano y costumbrista que anidan en nuestros recuerdos.

Capítulo excepcional en la serie monumental del enunciado es la iglesia: la Iglesia de Carrascal, convertida en patrimonio artístico tras su restauración en el verano de 1995. El valor y belleza de sus grisallas y policromados frescos lo atestiguan. Los restos de su preciado artesonado mudéjar y la tabla tallada de su virgen románica con el niño la avalan. Pero, como en su estado actual es bien conocida por mis lectores, voy a dedicarle mayor espacio a su valor sentimental, reviviendo el tierno diálogo que mi alma de niño mantenía con todos y cada uno de los detalles de aquel reducido recinto.

Retablo de Carrascal antes de su restauración
(Foto de Agustín Martín)
La foto adjunta nos muestra su barroco altar mayor con las doradas y características columnas salomónicas de la época, en la ubicación primitiva, antes de ser trasladado al coro, para dejar al descubierto las pinturas seculares conservadas casi intactas por obra y gracia misteriosa, cual si de tesoro escondido se tratara.

Su actual pórtico es miniatura del antiguo portalillo, amplio atrio con balaustrada de columnas romboidales de madera, lugar de juegos para los niños en invierno, refugio sombrío y refrescante en el verano y siempre concejo o sala de sesiones, auténtico “mentidero de la villa”.

La que fuera en el medievo humilde capilla románica, ocupaba el centro geométrico del pueblo. Levantada sobre una insignificante planicie, era junto con la escuela, el monumento orgullo del pueblo, visible desde cualquier rincón del lugar.
La iglesia y su entorno eran el espacio multiusos de la vida social, religiosa y lúdica del pueblo, ejemplos elocuentes eran el “empedrao” en explanada del pórtico y el “juego pelota” en la mitad del muro norte.

En el lado sur, ante el portalillo y el desaparecido osario – grabado su frontispicio y en mi memoria la fecha imborrable de 1770 - se extendía una explanada habilidosamente alfombrada con cantos rodados, conocida como el “empedrao”. Esta plataforma, también lastimosamente eliminada al allanar la calle en la restauración, servía también de ágora de los mayores y pista de atletismo para los pequeños.[1] Y era joya inigualable, sucedánea de la plaza castellana de la que carecía el pueblo.

Pero no menor atractivo y significación albergaba el muro norte de la nave y la plazoleta de la parte trasera de la iglesia. Ambos servían de frontón y pista de baile en contadas ocasiones. Durante el buen tiempo, en invierno era auténtico barrizal intransitable, organizábamos los domingos - después de misa por la mañana o del rosario a media tarde - reñidos partidos de pelota a mano, deporte, junto con la calva, muy popular (por no decir casi los únicos en aquel entonces).[2]

El campanario y mis campanas,
porque amo lo bello, que no pasa.
Tu silueta, y el tañir de las campanas.


Pero el centro de atenciones y miradas de mis ojos infantiles rebosantes de sueños y ensueños era el campanario y sus campanas. Amén del tejado, a dos aguas, de la nave central. Centenario tejado, de tejas árabes, abombado y musgoso por los años, paraíso de pardales y tordos. Al igual que la agrietada torre, servía de escondrijo para vencejos y otros pajarillos. Desde mi casa (puerta, ventanas, corral y jardincito siempre abierto al cielo de la iglesia) y desde la calle podía anotar todos los movimientos, idas, venidas, costumbres y comportamientos de los inseparables amigos de mi vida. Insuperable manual de ornitología.

Repicar de campanas del padrino y autor del blog
el día del bautizo de Martín - Verano 2006
Sin embargo, eran las campanas, con su inconfundible lengua de bronce, las interlocutoras preferidas en mi niñez. Las campanas servían de reloj y de alguacil, de pregoneros anunciadoras de otoños y primaveras: a las 12 en punto, hora de comer y del Angelus que nadie rezaba; al anochecer, el toque de oración, que excepto cuatro beatas, nadie practicaba. El lenguaje de las campanas era el idiolecto oficial que todo el mundo dominaba y comprendía: “doblaban” o “encordaban” para anunciar la muerte, tocaban “a rebato” para avisar de peligros de incendios o desgracias. El anuncio de la misa era todo un rito: desde “la primera” a las últimas”, cuando salía el cura de la sacristía. Pero, sobre todo, “repicaban”. El repique era anuncio de festividad y de festejos, bodas, bautizos, comuniones, mes de las flores en mayo, etc. El campanario servía de minarete y atalaya a la par, donde yo solía entablar un coloquio secreto con mis amigas las campanas y la naturaleza que confinaba sus ecos. En las soleadas y plácidas mañanas de primavera, mientras algunos aprendices ensayaban el dindón dindón, yo oteaba chimeneas humeantes, corrales y tenadas. Como un dios volaba dando saltos mortales, saboreando todos mis dominios fantásticos: desde el Teso del Palomar a la Ladera del Valle al Monte, del Chopo del cementerio a la encina del Pozo, de la Charca Grande a la Chica, del Arroyo al Río… en suma, por todo mi universo de sueños y quimeras infantiles y juveniles.
Pues este mi santuario y sus campanas melancólicas reavivan todavía hoy en mi cansada naturaleza, mi atrevida vena poética. A ellas van dedicados estos versos propios y ajenos:
Yo las amo, yo las oigo
cual oigo el rumor del viento,
el murmurar de la fuente
o el balido del cordero.

Si por siempre enmudecieran,
¡qué tristeza en el aire y el cielo!,
¡qué silencio en las iglesias!,
¡qué extrañeza entre los muertos! 
(Rosalía de Castro)
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Nostalgia y tristeza inundan hoy mi alma 
al ver desvanecidas tradiciones lejanas:
el ocaso del incienso y aleluyas románticas,
el estallido de cohetes, el tamboril a la alborada,
la ilusionante y alegre tonadilla callejera
y el repique de campanas.

Costumbres de antaño
fiestas sepultadas:
San Antón y el Patrocinio,
SantAgueda y Santa Bárbara,
los ondeantes pendones [3] al viento
en procesiones centenarias,
los cánticos de gloria en las grandes fiestas
y tantas y tantos ritos e historias,
en el recuerdo perpetuadas.
(MJG - un servidor)



[1] Anécdota al respecto: como el invierno era antaño tan largo como una bota de siete leguas y las carencias de calzado apropiado el pan nuestro de cada día, los chavales y algunos mayores, usábamos contra la lluvia y el barro unas chancas (botas toscas con el piso de madera) a las que mi padre Benjamín ponía herraduras, similares a las de los caballos, pero en fino, calzado ideal para nuestras ruidosas y galopantes carreras de caballos en el “empedrao”. ¡Inolvidable concierto!

[2] Mi amigo Juanito era uno de los mejores zurdos de la comarca; yo le secundaba, a larga distancia, en la derecha.

[3] Insignias de las cofradías: gigantescos crespones multicolores, prendidos en larguísimos palos, ondeando al viento transportados por los orgullosos más forzudos.

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