martes, 13 de enero de 2015

EL RÍO DE MI VIDA (III)

(Historietas que pasaron en el Río que no pasa).

 “Con la edad, cuando te haces viejo, retornan los felices años de la  niñez y la juventud”.


Mi Río fue mucho más que ese idílico vergel idealizado y poetizado. Mi parcela de Tormes era mucho más extensa que el patentado “trocito entre choperas”. Mi Río era uno de mis pequeños reinos. El campo de mis actividades y aventuras. Mi paisaje fluvial abarcaba, aproximadamente unos cinco kilómetros: desde la pesquera y el vado de Almenara hasta la aceña del Salinar, pesquera y molino próximos a los Baños de Ledesma. Extenso y multiforme margen izquierdo de Tormes (salvo escasas e inaccesibles riberas), transitado a pie o a nado con mi rudimentario estilo de braza autodidacta. De este a oeste, y viceversa, y de sur a norte, esta parcela de río fue escenario de numerosas correrías y aventurillas infantiles y juveniles, propias de una época y unos años. Para que estas “Memorias” no se conviertan en aburrida y plomiza narración, voy a transcribir algunas de las más curiosillas y simpáticas. Con excepción de una de ellas, el resto se asemejarán más bien a los cuentos de Maricastaña o a los de Pulgarcito o Alibabá. No pretenden, ni por asomo, asemejarse a antologías famosas universales. Son historietas hilvanadas en una víspera de Reyes con la exclusiva función de servir de recordatorio y retorno a siglos pasados, a otros tiempos y otras costumbres. La primera de ellas nos traslada nada menos que a la niñez de un servidor, siguiendo el ejemplo de Perrault, quien según Saint-Beuve "No hacía más que fijar por escrito lo que, de tiempos inmemoriales, todas las abuelas han contado”.


Jugarretas de la “lagarta” Alejandra



Érase una vez una historia tan alejada de la presente realidad (como que de ello hará más de medio siglo) que, hasta el título desorientará al lector más sagaz. No se trata de un cuento para niños (aunque Martín, el benjamín de la familia anda saltando y brincando con sus acrobacias por mi cerebro), ni tampoco conviene tomar adjetivo y nombre propio al pie de la letra. Alejandra no es protagonista de un romántico o gótico episodio, ni su calificativo tiene nada que ver con la hembra del lagarto. El capítulo narra los sustos, angustias y disgustos que un goloso y desobediente animal ocasionaba a su inocente guardián, criaturita de poco más de diez años.


El nombre de la protagonista, cerda madre de gran envergadura y excepcional instinto, no tenía nada que ver con el Magno guerrero, fundador de Alejandría. Alejandra se llamaba así como simple indicador de su procedencia. Había sido adquirida por los amos de Santibañez (finca charra de las riberas del Tormes), donde se desarrollará el acontecimiento, al tío Alejandro de Carrascal, padre de Bella y del Juanito. No hace falta señalar que el escenario del drama, una vez más, fue el “río de mis amores”. Si debo, sin embargo, puntualizar que nuestra coprotagonista porcina era una hermosa hembra “pata negra”. Aunque éste no era valor a tener en cuenta en aquellos tiempos que no existía todavía en España la tan cacareada denominación de origen jamonil. En la Castilla de aquel siglo XX, todos los cerdos eran ibéricos: negros o “coloraos”. Todos ellos oriundos (por qué no) de los primeros pobladores de la península. ¡Hasta que llegaron los gigantes de “pata blanca”, procedentes de las islas británicas con jamón de muy inferior categoría.

Retornando a la Alejandra de nuestra historia, tengo que añadir a su elegante físico su endiablado carácter. Especifico: peleona, desobediente, separatista, tragona, golosona y… lagarta. Siempre a la cabeza, cual cabestro sin cencerro, dirigiendo la manada. Con frecuencia desmandada. Actuando por cuenta propia. Sorda siempre a los gritos y silbos del impotente porquerillo. En algo, sin embargo, sintonizaba plenamente con su guardián: ¡a los primeros calores de la mañana estival, una vez bien repleta su panza de rellenas espigas de la rastrojera, emprendía, con su característico trote lobero, carrera hacia el río, centro de sus delicias, donde saciar su sed. Una vez en el abrevadero se revolcaba, bañaba y nadaba hasta la mitad del río demostrando sus dotes de gran nadadora. Cuando las circunstancias eran propicias cruzaba un pequeño brazo de río, hasta una islita de verde, pasto para refrescar su boca, recalentada por las espigas. Su regreso no tenía hora fija. Dependía de su santa voluntad. Siempre sorda a mis silbos y llamadas amorosas.

Sus delicias eran, sin embargo, bucear a la búsqueda de un molusco de río, un enorme mejillón que por mi tierra calificábamos genéricamente de “concha” (hoy desaparecido en el Tormes por la construcción de los pantanos) y que solamente se criaba en zonas fangosas y areniscas, en orillas en las que crecían espadañas y eneas. A diferencia de los “mejillones de mar”, que se adhieren a las rocas, éstos se deslizan y ocultan en la arena. La listeja de la Alejandra con su olfato de sabueso los descubría al instante. Y con la presa en la boca, salía a superficie, sacudiendo sus orejotas, triturando y engullendo tan delicioso manjar. Tal era su habilidad pescadora que, además de experta “mejillonera”, creo podría haberse ganado la subsistencia como “percebeira” galega”.    

No sé si he mencionado que, además de pescadora, era peleona, atributo que provocaba frecuentes disgustillos. La dueña de la manada, vieja gruñona y cascarrabias, controlaba todas nuestras salidas y llegadas, mis horarios y cometidos. Si mi estancia en el Río se prolongaba, rapapolvo al canto. Pero sobre todo, cargaba siempre a mis espaldas las valentonadas de la Alejandra. El día que por hache o por be, algún integrante del redil regresaba sangrando por una oreja o cojeando de una pata o una mano, casi siempre como consecuencia de una "caricia" de Alejandra, la vieja gruñona descargaba su furia sobre el inocente guardián, incapaz de poner paz y evitar luchas y peleas en la piara.

Sin embargo la mayor e imperdonable de las endiabladas judiadas de la "lagarta" fue el asalto al patatal de una huerta de Almenara en la otra margen del río... La superficie de mis riberas del Tormes eran más cambiantes que las fases de la luna. Tan pronto se estrechaban como se ensanchaban, se allanaban como se escarpaban. El abrevadero, destino del paseo diario, era una minúscula playa prolongación de la llanura de la fértil vega. Sin embargo, la ribera del otro lado la formaba una alargada y escarpada colina recortando el horizonte. En bancales agrestes escalonados descendía hasta el río, finalizando en pequeñas plantaciones hortícolas fértiles y bien cultivadas abastecidas con el agua que los primitivos cigüeñales fenicios elevaban del profundo Tormes.

Un día, aburrida Alejandra de su estéril buceo, decidió explorar y husmear la otra orilla. Cómo pudo escalar el murete de piedra y alcanzar el patatal continúa siendo una incógnita. Lo que sí es explicable fue la destreza de su hocico para localizar, hozar y engullir los ocultos exquisitos tubérculos y dejar la huerta convertida en el “auténtico patatal” de la metáfora.

El misterioso desastre puso sobre aviso al despavorido y avispado hortelano, quien al día siguiente, ducho como era en la materia, descubrió de inmediato, por la huella de la pezuña, que el malhechor era de la especie porcina y que no tardaría en repetir de nuevo fechoría. No se equivocaba. La autora del crimen, arquetipo de “animal de costumbres”, intentó repetir banquetazo al día siguiente y a la misma hora. Agazapado en unos matorrales esperaba, estaca en ristre, el justiciero vengador. El repertorio de blasfemias, gritos e improperios del desalmado hortelano resuena todavía en mis oídos, y el pánico y el horror inundan, todavía hoy, las teclas del ordenador.

Así concluyó la jugarreta de Alejandra.
El osado animal gruñendo y con sus costillares molidos a palos, a buen seguro batió record Guiness de velocidad en la travesía de ríos, y el responsable del estropicio ni sabía ni tenía donde esconderse. Hubiera preferido que las aguas se lo tragasen, o que la corriente lo arrastrara al océano. O ser dueño de las botas de siete leguas para desaparecer en los confines de la tierra sin dejar rastro ni huella.

No recuerdo el final de la historia. Solamente puedo dar fe de que aquella noche sufrí uno de las pesadillas e insomnios más amargos de mi vida. Tan pronto se me aparecían los tricornios de la guardia civil como el furibundo hortelano transformado en pordiosero andrajoso, amenazándome de muerte, o colgándome de un árbol, o el juez de paz del pueblo condenándome a pagar, por toda la eternidad, las patatas que se engulló la maldita alejandra (sí, con minúscula ahora); imagen recurrente de mis sueños fue el florido patatal del desconocido de Almenara convertido en desbastado erial poblado de cardos, ortigas y zarzales en los que el inocente porquerillo luchaba por desasirse.

Pero lo más aconsejable será cubrir el episodio con un tupido velo y pasar página a la siguiente tragicómica trapisonda fluvial que publicaré en breve.

2 comentarios:

Teresa dijo...

Maravillosa narración!!me encanraría haber conocido a la atrevida Alejandra!

Anabel dijo...

¡Jajaja, menuda "bicha" la Alejandra!
¿Dices que no recuerdas el final de la historia? Pues mucho me temo que el final de esta especie animal es bien sabido... siempre en torno a la fiesta de San Martín.
Pero no parece que en esta ocasión te apenase mucho la matanza ¿verdad? Seguro que respiraste aliviado al verte libre de semejante "lagarta"