sábado, 28 de junio de 2014

EL RETORNO A LA PATRIA

Las tres niñas iban creciendo y creciendo. Irradiando alegría y animación. Bullicio y belleza. Correteando, cantando y jugando. Convirtiendo la mansión de los González en Unterliederbach (Frankfurt), según metáfora afable y amistosa, en la envidiable y operetística mansión de “Das Dreimädelhaus” (la casa de las 3 muchachitas) de Schubert. Las tres muchachuelas ampliaban el círculo de amiguitas del barrio, algunas para toda la vida como es el caso de Cornelia Tiepmar. Paulatinamente iban adaptándose y disfrutando de costumbres y hábitos alemanes. Y sometiéndose, como unas más de la infancia de la zona, a la normativa escolar obligatoria. El alemán era para ellas coser y cantar: la primogénita conquistaba elogios y aprecios de su maestro en los primeros puestos de la clase y regresaba feliz del cole con su gorra y su mochila; Emma iniciaba su debut en las aulas- de las que no ha salido hasta hoy día- cumpliendo, seria y responsable, con la folclórica tradición alemana de gorra y Tütte (cucurucho) con golosinas el primer día de clase; Blanca tornaba del Kinder exultante, saltarina y juguetona al jardín de casa.



También Palmira y yo estábamos aclimatados y acomodados al nuevo entorno. Conocimos paisajes y personajes tan distintos y diferentes... Integrados en una nueva sociedad. Aprendiendo de personas y personajes de ideologías y clases sociales opuestas conviviendo pacíficamente. Conformándonos al ritmo de vida y cultura germanas.

Sin embargo… el tirón de la familia y la patria iba cobrando cada vez más fuerza. Además, en la Alemania del bienestar, rebosante de emigración italiana, española y turca, aparecían los primeros brotes de solapada xenofobia y, tras el largo periplo de casi una década, comenzaba uno a sentirse forastero en tierras extrañas. La carencia de sol, luz y calor eran también factores determinantes. Mas, ante todo, principiaba a preocuparnos la educación de nuestras hijas a la vista de desafortunados y desaconsejables ejemplos en familias extranjeras residentes en Frankfurt.

Había llegado el momento de recapacitar sobre el retorno a España, sueño que iba creciendo con el paso del tiempo. Que quede bien claro que el tirón del terruño distaba muy mucho de los imperantes sentimentalismos y patrioterismos hímnicos, flamencos y populacheros en el ocaso del franquismo: “Y viva España…” “España es la mejor”, “…alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir” etc. etc.

Pertrechado para lo que saliese, gracias a la experiencia cosechada en las diversas y dispersas actividades, a mi flamante título de doctor en filología germánica y a las numerosas amistades y contactos - de subrayar los jesuíticos de Sankt Georgen en Offenbach, escuela de filosofía y teología de rango internacional- los primeros tanteos de repatriación aparecieron en nuestra agenda de ensueños. ¡Y quién lo iba a decir!, Madrid cosechó el primer intento fallido de retorno a tierras hispanas. El viaje a la capitalidad del país, en un sofocante día de julio vacacional en Salamanca, fue decepcionante. A la fría y distante entrevista con el director de renombrada editorial española, que publicitaba plaza de traductor de alemán, siguió una auténtica noche toledana en vela, en un ruidoso, asfixinate e inhóspito hostal de la Costanilla de los Ángeles. Pero como no hay mal que por bien no venga, ese pedacito del viejo Madrid histórico, entre la Plaza de Santo Domingo y El Arenal, se convirtió en uno de mis deambuleos y callejeos madrileños predilectos al asentarnos definitivamente en Majadahonda.

Muy distinta, y de inesperada y extraordinaria dimensión, fue la oportunidad que me brindaba Bilbao, con su entonces prestigiosa Comercial y su floreciente Facultad Literaria de Deusto (hoy moderno y renovado campus) . Histórico e inolvidable el viaje relámpago, en solitario y en tren, Frankfurt/Irún, donde me esperaban los primos Consuelo y Benjamín, desde entonces inseparables, para ultimar detalles y firmar contrato en Deusto, como promotor del Departamento de Alemán.
Universidad de Deusto, en la actualidad.
Desde Begoña, donde entonces residían, una soleada y tibia mañana de radiante domingo otoñal, cuando Alemania registraba ya los primeros latigazos invernales, los primos me llevaron a conocer Algorta y el Cantábrico, quedando yo prendado y prendido en su belleza paisajista, en la animación de calles y bares, en la campechanía y cordialidad de sus gentes. El salto definitivo desde el corazón de Europa al norte de la península ibérica estaba ya decidido. El traumático futuro profesional aparecía aliviado en la desconocida universidad que me abrió todas sus puertas con trabajo y contrato asegurados. La entusiasta y total entrega, la estrecha colaboración y sintonización con el entonces Decano, Padre Saenz de Santamaría y Ramón Areitio, su sucesor y compañero de pala y frontenis, me llevaron, sin buscarlo ni merecerlo, a tener que compaginar docencia con secretaría de Facultad y vice-decanato de Modernas (todo ello bien merece capítulos especiales).

Los expresos que me devolvieron a la ciudad del Main debieron circular a mayor velocidad de lo normal, pues, viaje tan largo se tornó cortísimo. Todo marchó sobre raíles. El intrépido viajero retornaba rejuvenecido soñador: fabricando planes, atando cabos y tendiendo cables. Levantando castillos en el aire, configurando escenarios a orillas del Nervión y del Cantábrico, trazando proyectos, absurdos algunos, románticos todos. Y dicho y hecho. La euforia ante la nueva aventura contagió a la familia entera y a su entorno. Y un amigo de entre la multitud, Jokin Gárate, estudiante algorteño de teología en Offenbach, sabedor de nuestro anhelado retorno a España y a la Universidad de Deusto y mi predilección por Algorta, se encargó de que su tía Begoña Gárate de Villamonte, convirtiese en realidad nuestras ilusiones. De la noche a la mañana nos había agenciado piso amueblado en la acogedora urbanización algorteña. La entrañable familia Gárate y la vecindad, encarnada en la paternal figura del Onkel Benito, fueron culpables de nuestro asentamiento definitivo en la calle Kasune y de nuestro enraizamiento en la cultura y pueblo vascos. La honradez y sencillez, el contagiante espíritu de trabajo, de amistad y filantropía vascas convirtieron a Algorta, Berango, Deusto y Ermua, en casa y cuna de González, Regalados, Pedraz y otras hierbas charras. Mis llamadas, el empujoncito inicial y la posterior y ejemplar adaptación, laboriosidad y seducción de todos ellos hicieron el resto. 

Debo cortar esta narración, pues, la emoción del recuerdo me ha arrastrado involuntariamente de las cimas del Pagasarri a los cerros de Úbeda. 

2 comentarios:

Anabel dijo...

Me ha encantado este capítulo, ya con paisajes y situaciones tan conocidas y cercanas...
¿Y esa familia Gárate de Algorta? Yo he trabajado muchos años con un Gárate (ya se ha jubilado) cuya casa familiar estaba en Villamonte...

Teresa dijo...

precioso capítulo!
además, me reconozco en la dualidad de aclimatarse y acomodarse y recapacitar sobre el retorno a la familia y amigos ...