viernes, 21 de junio de 2013

EL RÍO DE MI VIDA (I)

(Historias que pasaron en el Río que no pasa)


Un Barbo entra en el Guinnes de capturas históricas

Dedicado a mi primo Antonio Pedraz, a quien siempre recordaré con cariño, con quien compartí infancia y adolescencia en nuestras aventuras veraniegas de Zarapicos en casa de los abuelitos y jubilación entre viñedos y jardines de Palacios y Santiz, disfrute de paelladas y barbacoas a la sombra de copudos pinos, de cerezos, higueras o nogales, siempre acompañados de la numerosa y amorosa familia.

Aún continúa soltando coletazos en mi retina. Sintiendo sigo todavía la insospechada mansura de sus lomos en mis manos. Y a través de la magia de la memoria, alientan vivas en el recuerdo las circunstancias y pormenores de tan monumental captura.

¡El barbo más grande en mi aventurera historia pescadora! Gris oscuro el lomo. Amarillenta-blanquecina su enorme panza. Criado en las oscuras, profundas y frías aguas de un recodo del Tormes charro. Con los primeros frescores del otoño, dejaba su hábitat de los abismos, para ir a solearse en las templadas aguas de la orilla. En zona poco frecuentada por pescadores con red y barca. Tampoco era éste mi habitual territorio de pesca. Pero esa tarde, fresca, como era ya habitual a principios de septiembre, cuando las sombras de los chopos comienzan a alargarse, con mi primo Antonio Pedraz de acompañante - principiante en la materia - partíamos de la casa de los abuelitos de Zarapicos a la finca de Santibáñez a disfrutar de la aventura del baño y de la pesca.

Como me conocía de memoria una extensa parcela de las riberas de “mi” río, elegí, sopesando circunstancias temporales y espaciales, una minúscula playita de aguas remansadas y superficiales, cubiertas de espesa capa de ovas. Las escasas clareras aparecían pobladas por infinidad de minúsculas sardas, crías y larvas, que jugueteaban disfrutando a la luz del sol. Por la cuerda se saca el caldero, pensó el avezado pescadorzuelo.

La luz, la temperatura, la hora y las primeras “redadas” auguraban una maravillosa tarde de pesca. En el “fardel”, sucedáneo de costera o mochila, coleteaban ya las primeras piezas pequeñas.

De repente… en una de mis brazadas, tropiezo con un inesperado sorprendente obstáculo.¿Quién lo iba a esperar? ¡Era un colosal barbo! Nunca mi imaginación había soñado con tan preciada presa. Pero aún no había caído en mis redes. La experiencia me dictaba que había que actuar con tanta cautela como pericia.

"Antonio no te muevas".

Antonio permanecía hierático e inmóvil cual estatua pétrea ajeno a la causa del mandato. Por unos instantes me sentí como el “viejo pescador” de Hemingway. Era consciente de que si mi golpe de atrape con las dos manos no era certero, al primer coletazo desaparecería, dejándome con dos palmos de narices. Suavemente fui deslizando mis manos hacia las agallas, su punto vulnerable.

"Antonio, échame una mano".

Y Antonio bailoteaba y revoloteaba a mi alrededor sin entender palabra de la misteriosa súplica, sin saber dónde poner las manos. Instintivamente hinqué mi rodilla derecha en la resbaladiza naturaleza del cetáceo y, apresándolo con ambas manos, salí disparado hacia la arena. Con nuestro trofeo en alto, Antonio y yo, discípulo y maestro, nos sentíamos más felices que Contador recibiendo la copa del Tour en los Eliseos.



Solamente faltó el fotógrafo de turno para inmortalizar la hazaña piscícola más sobresaliente de mi peculiar carrera de “pescapeces a mano”. Afortunadamente, esta carencia queda suplida con creces por mi pintora favorita.

Los autores de tal heroicidad suspendieron automáticamente su labor y volaron más que corrieron a proclamar a cuatro vientos la noticia y a presumir de su fazaña por las calles del pueblo. Viva y multicolor pervive la estampa del dúo triunfador Antonio-Manolo, saltando alborozados pregonando, con el trofeo en alto, la victoria del siglo. Cómo, cuándo y dónde acabó sus días nuestra mansa y sumisa criaturita no consta en los anales de mi memoria. Sí recuerdo con orgullo y regocijo que vendimos nuestra mercancía, para sacar unas perrillas, a vecinas y amigas de nuestra abuelita.

También doy fe de que un servidor no le clavó el diente. Y ya que hace al caso, aprovecho la ocasión para hacer pública una de mis humanas flaquezas y rarezas: ¡Siempre antepuse el cultivo del tomate a su degustación, y siempre disfruté más pescando que saboreando lo pescado!

*NOTA: "Uno no muere mientras le recuerden". Siempre te recordaremos todos.

1 comentario:

Sergio Hdez. dijo...

¡Si es que no hay sensación como sacar uno de esos monstruos acuáticos de sus refugios abisales!