viernes, 22 de febrero de 2013

Las arañas tejedoras, irreconciliables enemigas de las moscas


No pretendo en este sub-tratado de “Animalia” hacer apología ni elogios de arácnidos y similares. Solamente pretendo pasar página definitiva de un cruel juego infantil y deleitarme con el recuerdo que un par de habilidosas arañas tejedoras grabaron en mi memoria para siempre.

En este punto, a diferencia de en el capítulo de las moscas, ni quito ni pongo rey. Solamente me permito dejar bien claro que las arañas nos liberan de moscas, mosquitos, moscones y de numerosas plagas de insectos y que son escasas las tarántulas, venenosas y mortíferas. Que las hay repugnantes y poco agraciadas, concedo, pero también las hay simpáticas y de bellos colores.

Ante todo debemos reconocer que entre ellas las hay verdaderas artistas a la hora de tejer sus telas y confeccionar sus redes: inofensivas defensas y fortalezas, excepto para enemigos y curiosos como las moscas, que se acercan a molestarlas o curiosear su territorio.

La red de la araña es un prodigio de técnica y arte que pocos humanos reconocen y valoran: esta maravillosa obra merece exculpar a este pobre animalito de un temor, desprecio y rechazo inmerecidos... Pero comencemos por el principio, por el sádico juego de niños. Aún me ruborizo hoy día, al recordar aquella ridícula y cruel captura de moscas para cazar arañas.

Hasta que la cultura del ladrillo y el cemento se generalizó en aldeas y poblados, la mayoría de las casas (viejas y pardas por fuera, blanqueadas y limpias por dentro), siguiendo la filosofía de Bacon, “se hicieron para vivir en ellas no para contemplarlas”. Y tanto en casas como corrales, pajares y cobertizos (con sus muros de adobes y argamasa o piedra desnuda, irregular y sin labrar), las grietas y oquedades eran el hábitat predilecto de las arañas: hablamos de más de dos mil clases de arañas que, yo denomino caseras, por ser compañeras del hombre, sin intención alguna de perturbarle ni inmiscuirse en sus quehaceres rutinarios. Sin embargo, los aburridos niños de antaño, escasos de juguetes y entretenimientos, se divertían con la caza y muerte de tan inocentes animalitos. El inhumano pasatiempo consistía en cazar al vuelo, de un simple manotazo, una mosquita casera y posarla en la tupida tela de araña que alfombraba la salida del agujerito que servía de guarida, morada y espera oscura al arácnido escondido. Éste, al zumbido de la presa que aleteaba desesperada, prendida en la red, acudía veloz en busca del preciado festín; momento que aprovechábamos los crueles picaruelos para taponar con un palo el agujero de la guarida, para a continuación dar muerte a la cazadora cazada (sin comentarios).

Muchas son las lagunas de mi memoria, pero guardo cual anillo de oro en cofre preciado, dos vivencias, tan lejanas como impactantes, en paisajes y tiempos muy distantes y distintos, dignas de ser relatadas en esta narración autobiográfica. Desvanecidos año y fecha, las recuerdo sin embargo, como si el hecho hubiese acaecido ayer por la tarde. Empecemos por la última, en la que la artista protagonista prefirió el anonimato.

Acaeció en un septiembre colorido y de otoñal belleza, en el que Rudi, Niebla I y un servidor de ustedes decidieron en un puente vacacional escapar de camping a uno de los hayedos más reputados de la Península Ibérica: el Irati navarro, al que da nombre un riachuelo de los Pirineos, fronterizo con Francia.

Atravesando el hayedo, tocado todavía excesivamente de verde, por un sombrío y alfombrado camino forestal, aparece inesperadamente en el horizonte cercano un jeep de la guardia civil. Eran los tiempos primeros de la denostada ETA que, según lenguas y rumores de leyenda, pululaba por las tupidas frondas franco-españolas. El pavor y el pánico, in crescendo al acercarse la pareja, se vio aliviado al leve gesto de adiós amigable en nuestro cruce. Acampamos en una minúscula pradera, al borde de un escuálido arroyuelo, próximos a un rudimentario pasadizo de troncos que servía de paso fronterizo, según descubrimos al día siguiente; la información nos llegó de boca de un pastor francés (sin ovejas), que apareció merodeando en la meseta de un pico que escalamos en nuestra primera excursión pirenaica. Die Welt ist wie ein Taschentuch! (El mundo es como un pañuelo) ¡Quién lo diría! El cuidador de ovejas sin ovejas chapurreaba alemán por haber pastoreado en la Prusia germana.

No puedo pasar por alto el sorprendente espectáculo de altura en aquella altiplanicie pirenaica francesa, a más de 1200 metros de altura: águilas, buitres y otras rapaces inspeccionando en su circular planear aquellos parajes silenciosos y abandonados, salpicados con osamenta de ovinos y grandes cuadrúpedos.

Al retornar fatigados y sudorosos a nuestro vivac, hicimos un alto en el camino para refrescarnos en una pequeña, profunda y sombría olla o poza del Irati. Rudi se lanzó al agua el primero, haciendo gala de bañista nórdico, ensalzando la ricura y temperatura del agua de la que no disfrutó ni medio minuto... porque cuando me llegó el turno de zambullirme, tardé menos de un segundo en convertirme en un histérico congelado suplicando auxilio, rescate y liberación de aquella tortura siberiana.

El premio, sin embargo, nos esperaba al descubrir en el juncal de la rivera, mientras nos soleábamos, la más bella tela de araña imaginable: un sinfín de poliedros concéntricos, entrelazados y entretejidos hilos de orfebrería formaban una cristalina red adornada con perlas del rocío nocturno. Con la cámara inmortalizamos aquella joya que, por desgracia ha desaparecido de nuestros álbumes con tanto traslado, tantas idas y venidas, tantas vueltas y revueltas.

Como no hay dos sin tres, quiero traer a colación una vivencia similar más próxima en el tiempo y el espacio: una muestra más de la habilidad artesanal de estas insignificantes criaturas.

Fue una de esas hermosas noches de fresco veraniego en el porche de nuestra atalaya de La Colina. Palmira y Antje recuerdan todavía con deleite el espectáculo de tan plácida velada. La laboriosa obrera, una pequeñísima arañita tenía su morada en el alero del tejado del porche y era una delicia el verla columpiándose en su hilito, trepando rápida, descendiendo veloz, balanceándose con muchísima más habilidad que el elefante de la canción, elaborando con tanto arte como destreza la “sala de espera” donde cazar su presa favorita.

¿Sabía usted que muchas de estas arañas tejedoras o violinistas son casi ciegas y que navegan por el tacto y el olfato? Hace tiempo caía en mis manos una obrita del ilustre humorista, periodista y gran novelista Wenceslao Fernández Flórez, titulada “Historias de animales”. En ella aprendí a congraciarme con algunos animalitos que no gozaban de mi simpatía, por ejemplo las arañas. La fabricación de su red merece admiración especial.

“Todos sabemos que esas redes sutilísimas que se estremecen en el aire son trampas donde muchos insectos pierden su vida. Pero… ¿cómo inventó la araña su tela? Nadie lo sabe. El sabio francés J. H. Fabre refiere detalles interesantísimos”. (W. Fernández Flórez)

En el procedimiento, en la fabricación de sus telas, las arañas continúan siendo la envidia de fabricantes textiles, de bolilleras y realizadoras de encajes. Pero el que desee profundizar en el conocimiento de esta industria, que aprenda francés y lea la obra del citado investigador: “Souvenirs entomologiques”.


Y colorín colorado… si este cuento real sirviere de leve reconciliación con las inocentes mosquitas y arañas domésticas, este servidor de ustedes se considera bien recompensado.

1 comentario:

irene dijo...

Reconciliada me hallo. ¡Gracias por buscar la belleza en cada rincón y compartirla!