domingo, 15 de abril de 2012

D O S V I Ñ A S “ B A N D E R A “

... aún estás a tiempo de olvidarte del viñedo. Un viñedo es como una tumba, no volverás a abandonar jamás la tierra.” (Un viñedo en la Toscana)

Racimo de malvasía
La Viña, o más en concreto “LAS VIÑAS” porque fueron dos, han sido siempre fieles y queridas compañeras, a lo largo y ancho de mi duro caminar por los terruños de la vida. Incluso cuando nos separaban las distantes estancias en Alemania y Algorta y continúan alejándonos, en menor escala, Majadahonda y Madrid, la ausencia y nostalgia de las incomparables verdejo y moscatel, acrecientan mi cariño y ansias de acercamiento. Aunque suene a paradoja, y en demérito propio, debo confesar que el VINO, objetivo último de la viña, tan codiciado y ensalzado a lo largo de la historia de la humanidad, no despierta en mí tanta seducción como una cepa de malvasía o de jerez, cargada de dorados y tentadores racimos. Pero, antes de disfrutar de la poesía y encantos de una viña en otoño invitando a la vendimia, aclaremos el simbólico significado de nuestro Título.

No se trata aquí, simplemente, de la Viña de la Bandera, nuestra actual viña, heredada de los abuelitos Visitación y Clemente, partida por gracia en dos: la de la Caseta o la de Abajo, y la del Camino o de Arriba. Ésta ocupará la segunda parte de esta historia. Por cortesía, no por importancia, porque ésta es la nuestra, la que pervive y continúa alimentando nuestras ilusiones, reclamando nuestras atenciones y exigiendo vitalicio aprendizaje de las labores de viticultura a jóvenes y mayores: podas, escarbes, injertado, sulfatados, vendimias y enología.

En primer lugar presentaré La Viña “bandera“, la Viña de Zarapicos del Herrero de Carrascal , la viña de mi infancia y adolescencia, la de gran parte de mi primera juventud, ¡la Viña de las Viñas!

Para los afortunados conocedores del término de Palacios- Santiz una ayuda comparativa : imaginémonos un inmenso viñedo extendiéndose desde las primeras solanas de Santiz hasta las últimas del Carbajo en Palacios. Pues así de descomunales eran las Viñas de Zarapicos. Poblado de viñedos, la envidia de los pueblos de la comarca. ¡Tristeza me produce el describirlo! Ni una sola cepa queda en los numerosos tesos, vaguadas, laderas y plantíos, en otro tiempo verdadero paraíso para la vista. Un horrendo espectáculo de placas solares –a las que irónicamente llaman “huertos”, orgullo de políticos y especuladores de renovables, ha suplantado al espléndido verdor de la campiña de las vides. Perdón por tan largo inciso. Volviendo a nuestro tema, cada vecino de Zarapicos tenía su pedacito de viña. Los Sexmeros, los de la Casa Grande poseían, hectáreas y más hectáreas y una bodega de piedra de cantería, de dos pisos, con arroyo subterráneo, toneles gigantes de millares de litros y unas instalaciones dignas de museo enológico. Hoy día todo ha desaparecido: ni familia, ni Casa Grande, ni viñedo, ni bodega.

También ha desaparecido la viña del herrero. La que entre todas destacaba en la raya de San Pedro. La que fue orgullo de su dueño y de sus hijos. Pasión y predilección de su artífice, el tío Saturnino, hermanastro de la abuela “Meregilda”, maestro y secretario perpetuo del pueblo.

Papel tan significativo ocupó esta viña en nuestras vidas que, desde niño aprendí a convivir con ella, a quererla y a conocerla. Por el color de las hojas y configuración de la cepa distinguía, incluso a distancia, la uva blanca de la tinta, la verdeja de la malvasía o la garnacha de la tinta Madrid, por poner unos ejemplos. Desde mediados de agosto hasta San Miguel de las vendimias (29 de septiembre) mi oficio diario consistía en ir a “cuidar” la viña y a espantar las bandadas arrasadoras de los invasores estorninos. Cometido que cumplía animoso y valentón, a las mil maravillas.

El caminar mañanero, un kilómetro hasta El Tejar de San Pedro - borrado íntegramente hoy día del mapa - y otro más hasta la propia viña, atravesando y atajando linderos y sembrados, correteando y canturreando gran parte del recorrido, era una aventura de protagonistas de los cuentos de los hermanos Grimm. Un premio su disfrute. De jovenzuelo, ya estudiante, no faltaba un libro en el “fardel” de la merienda. Me ruboriza confesarlo en estos tiempos de crisis románticas, pero desde que Palmira se incorporó al mundo de mis sueños, casi siempre era Bécquer el poeta de compañía y muchas de sus Rimas pasaron a ocupar para siempre un rinconcito en el archivo de mi memoria.

Asentado ya en mis dominios no voy a perder el tiempo en descripciones topográficas: ubicación, orientación, plantación etc. Solamente debo decir que destacaba en el término por la variedad y calidad de sus cepas, por el celo con que fue proyectada y el mimo con que fue plantada. ”Línios” (filas) enteros de la misma variedad, alternándose las distintas clases de vidueños, con tal orden y armonía, que en el otoño, por la vendimia, era un regalo para el espectador contemplar aquel mar de sarmientos y la policromía de aquella fronda bermeja, amarillenta, verde y cobriza.

Las uvas de Zarapicos gozaban de gran prestigio en la comarca. Hasta Florida de Liébana y el Pino de Tormes llegaba la fama de las uvas del Herrero de Carrascal. No sin fundamento, porque todos los años, a finales de septiembre, eran esperados por aquellos lares dos jovenzuelos con dos acémilas con grandes aguaderas y cestos de mimbre cargados de selectas uvas de mesa. ¡Hasta 100 kilos de mercancía trasportaban a veces nuestra pareja de borriquillas, aventura anual, fascinante y ensoñadora. Mi hermano Luciano hacía de jefe, de pesador y cobrador. Yo me sentía importantísimo conduciendo la reata y haciendo de pregonero y propagandista de las más ricas uvas de la comarca.

El festejo comenzaba la víspera. Había que cortar las uvas: malvasía, verdejo y albillo, salpicadas de alguna negra. Emprendíamos la marcha al día siguiente antes de la salida del sol. La primera etapa acababa en Zaratán, finca en la que sufríamos el primer descalabro ya que rara vez se dignaban estrenar nuestras ilusiones de venta. Sin embargo aminoraban la desilusión unos altísimos pinos piñoneros - tan altos como los de nuestra Colina- cargados de seductoras y enormes piñas. A pedradas, y a duras penas, conseguíamos conquistar una escasa media docena. Hasta que alertados los perrazos guardianes, teníamos que interrumpir nuestro divertimento tomando veloces las de Villadiego.

Duro, pero divertido, era también el comercio y contacto con una clientela femenina, regateando céntimos y gramos en uno o dos kilos de compra. Pero el corazón reventaba de gozo cuando alguna generosa clienta aligeraba nuestra carga con la compra de cuatro o seis kilos de mercancía.

Canturreando, felices y alborozados, regresábamos por El Pino, donde rebañábamos los restos de las aguaderas. Cabalgando en nuestros rocinos, aligerada la carga y aligerando el paso, retornábamos victoriosos con el sol despidiéndose entre arreboles de cirros y encinares.

La vida es un haz de pequeñas cosas. En ese haz de pequeñas realidades memorables se esconde la segunda – ahora única y propia – Viña de nuestra historia. No es una “viña bandera” como la de Zarapicos, es La Viña de La Bandera de Palacios; escenario de innumerables excursiones, vendimias, paseos en bici y en coche, trabajos y sudores. Pero también de buenos cocidos y meriendas al borde de la primera y primitiva “pistina”(1) y de la inmortal, remozada y siempre mimada, centenaria caseta.

Viña de la caseta
La Viña de la Bandera es una viña de cepas seculares que alternan con injertos de plantaciones posteriores que, si mis cálculos no fallan, han asistido al discurrir de cinco generaciones: el abuelito Clemente la heredó, ya cuajada en años, de su padre Rafael, Palmira la heredó de sus padres, Clemente y María, y nuestras hijas y nietos/as, continuarán disfru- tando de tan preciada herencia.

Mas, debo hacer constar que cualquier parecido de La Bandera actual, con la de hace medio siglo, es mera coincidencia. La viña era una parte importante de La Bandera de entonces, pero insignificante en aquel hermoso vergel: conjunto con huerta, frutales, noria de riego, charca, pilón de riego y poza a la par.

Para mi sensibilidad y amor por el campo, una vez integrado en la familia Herrero, la Huerta ocupaba un lugar preferente. Cuidada con esmero y celo diario por el abuelito, los geométricos y bien armonizados canteros de verduras y legumbres competían en belleza y verdor con la espigada panorámica del viñedo. Pero no desaparecerán jamás de mi memoria el gigantesco nogal de la charca, un hermoso cerezo, un manzano y dos preciados perales de Don Guindo – que siempre me recordaban uno sin igual del tío Emilio de Zarapicos – escoltando la viña de abajo, unos ciruelos de exquisitas prunas pequeñitas amarillas, y un enorme manzano de manzanas del Ofertorio, el último superviviente de la dinastía, junto al pilón .

Palmira conserva en su memoria, con dulce nostalgia, los años de esplendor de “La Bandera”. De aquellos tiempos y lugares tan lejanos, recuerda el atractivo especial de la multitudinaria y alegre vendimia en otoño, y de la arada en primavera, hito solemne en la monotonía diaria de la vida de aldea. De Añover y Palacios, alternándose cada año llegaban las yuntas de bueyes y vacas con sus arados romanos, orgullosos de contribuir, de manera altruista, al labrado de la viña del Secretario, en aquel entonces, auténtica viña “bandera”. El trabajo concluía con una comida de fiesta en el pueblo.

Pero, “los años no perdonan” como sentencia el dicho popular. La Huerta y los Frutales han desaparecido. La Viña ha ido envejeciendo y deteriorándose. Sobre todo a raíz de un fortuito incendio a finales de los años 50.

Pero del pasado envejecido queda la belleza invisible de la ilusión y la esperanza. Y del entusiasmo como bandera ha surgido el sistema moderno alternativo de riego, utilizando el agua del pozo de la caseta y de la charca. Contentos y convencidos de que escarbando, podando, azufrando y vendimiando con el corazón, siguiendo el lema del refranero:


Escarba a su tiempo, poda en su día, azufra por San Juan,
vendimia por San Miguel y en vez de cinco recogeras diez.


Nuestra Viña continuará, al menos, siendo “bandera” de ilusiones, alegrías y bonitos recuerdos.

(1) Nombre que Antje y Emma, con tres y cuatro años daban a la “piscina

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