miércoles, 15 de febrero de 2012

NOVIAZGO A LA ANTIGUA USANZA II

Viajes ”a ver la novia”: sobre dos ruedas o en cuatro patas
El novio ciclista
En aquellos tiempos, en el ámbito rural, motivado por la escasez de caminos y comunicaciones, las bodas y noviazgos, en la mayoría de los casos, tenían lugar entre jóvenes de la misma localidad. Algunos mozos, sin embargo -las mozas tenían que contentarse con “verlos venir”- caminaban en grupos a los pueblos vecinos en busca de compromiso. Una vez logrado el objetivo, venía una segunda parte: los domingos y festivos, comenzaba el periplo de“ a ver la novia”. Cada cual a su aire y en sus medios de transporte: a patita, en bicicleta (artilugio todavía de lujo), en burro o a caballo. Siempre pendientes del tiempo y de la estación del año: bicicleta en el buen tiempo -“las bicicletas son para el verano”- y caballito en invierno, cuando las vías de comunicación estaban intransitables.
Nuestro novio-protagonista lo tenía muy complicado. La distancia entre Carrascal y Palacios era distancia kilométrica casi insalvable. Había que cruzar el fronterizo Tormes y peregrinar por numerosas dehesas de encinares y ganaderías, transitar por caminos de carros, a veces estrechos senderos de cabras, por pendientes y escaladas escabrosas, entre jaras, zarzales y carrascas. Pero como el amor y la fe mueven montañas y allanan caminos, con la ayuda inestimable de una vieja bicicleta y del fiel amigo el caballo, el viajecito de ida a ver la novia era colorida y oriental alfombra de rosas. El de vuelta era harina de otro costal, según metáfora de antaño.
Viajes de Ida y Vuelta
Estas idas y venidas, vueltas y revueltas venturosas y aventureras no duraron, sin embargo, mucho tiempo. Un par de escasos años. La novia, listeja ella, aprobadas las oposiciones a Magisterio con 21 años, fue destinada en propiedad a lejanas tierras zamoranas, próximas a Benavente, al apartado pueblecillo de San Pedro de Zamudia. Inesperadamente las distancias se agrandaron y las visitas se espaciaron. Y si esto aún era poco, las nuevas circunstancias se agravaron otro par de años, situando a nuestra pareja "al uno en Francia y a la otra en Aragón". Nuestro amante-sufridor comenzaba también su actividad pedagógica como maestro interino en Vegas de Matute (Segovia) a orillas del río Moros y a la caída de la Mujer Muerta, primeras cimas del sur del Guadarrama. 
Sin embargo, de esta etapa, hay que registrar un “paso de gigante” memorable en nuestra noviazgo. Los enamorados, partiendo en cierta ocasión la distancia, concertaron una cita en Zamora. La patrona de la novia, conocida de su familia, cumplió meticulosamente con las funciones de anfitriona y vigilante de turno. Pero la progresía alcanzó ya tal magnitud que Palmira me acompañó hasta la estación del tren despidiéndome con un par de besos y un abrazo. El tren enfiló mas bien que dirección Valladolid –Segovia, vía del séptimo cielo.
Tampoco mejoró la situación en los años sucesivos, al emprender el novio la aventura de los Estudios de Letras, asentándose durante unos años en Salamanca. Y si no quieres caldo…nuestro estudiante consiguió el último año de carrera un trabajito en Franktfurt: ¡corrector? de español del “Manual de Instrucciones de la AEG”. Aunque, en este caso encaja como anillo al dedo el dicho de que no hay mal que por bien no venga. Terminada la carrera, Frankfurt, salvavidas permanente en mis andanadas, me brindaba una tabla de salvación redentora : una plaza oficial por un año como asistente de español en la Götheschule frankfurtense. La ciudad del Main, cuna de Goethe, se convertiría en etapa reina de nuestro noviazgo, con final de etapa en la Iglesia del Carmen de Salamanca.
Pero este relato resultaría monótono y carente de interés sin la narración de algunas de las aventurillas, hazañas o desventuras testimoniales del entreacto, con ribetes de sainete, en esta humana tragicomedia.
Viajes sobre cuatro patas
Cruzábamos el pueblo erguidos y majestuosos como el espejo-plaza sale al coso taurino. Radiantes de alegría, por la empinada cuesta del camino de Torrecilla, dejábamos atrás las últimas casas de Carrascal. Alcanzábamos, soñadores y canturreando, una pequeña altiplanicie de cereales que engarzaba con los encinares de las próximas dehesas, desde donde disfrutábamos de una amplia panorámica. En la lejanía los poblados de Almenara y Juzbado. Caballo y caballero disfrutando campiñas vírgenes despobladas. Silencios y soledades. Acompañantes de excepción el murmullo de un arroyuelo o el trino de algún pajarillo. El viaje de vuelta de Palacios era agradable y placentero en unos casos, penoso y aterrador en otros. Dependía de las estaciones del año. En verano -casi a media noche- con temperatura tibia, la luna y las estrellas, fieles luminarias, en lo alto y el espectáculo insuperable del estival cielo castellano: las nubes y la luna jugando al escondite, todo era silencio y paz en los encinares de las dehesas. Acompañado del recuerdo de las dulces vivencias y sentimientos amorosos, los obstáculos eran minúsculos. La odisea comenzaba y se agrandaba en las eternas, oscuras, borrascosas y gélidas noches del invierno de la meseta. Mientras cabalgaba, embozado en una manta hasta las orejas, siempre sigiloso, presa del miedo, mi fantasía galopaba enfermiza intuyendo escenas trágicas de sagas truculentas de ladrones, forajidos y salteadores de caminos. A veces entretejía monstruos en las nubes que pasaban, tras los troncos y sombras de las umbrosas encinas.
A continuación relataré alguno de estos memorables episodios, parodia de aquellos asaltos cinematográficos a las diligencias en los cañones del Colorado. 
Que parece un cuento de “salteadores y cuatreros”
La primera de estas escenas de fantasmas y ladrones ocurría en una estrecha calleja, superada la dehesa de Espino. Camino de San Pelayo. El camino de carros se estrechaba al cruzar unos cercados semiabandonados, bordeados de tupidos y añosos zarzales, y tapizado de pedruscos y peñascos desgastados por el uso y el tiempo. Las sagas populares calificaban el lugar de escenario de asaltos y robos a transeúntes y cabalgaduras. El cuadro en mi fantasía era surrealista: los ladrones, escondidos entre la maleza cortaban el camino con una gruesa soga, sujetaban y se llevaban el caballo, robaban amordazaban y maniataban al indefenso inocente y lo dejaban tendido y abandonado al amparo de la noche y la oscuridad. Había una comunicación tácita entre jinete y cabalgadura. No precisaba ni movimientos ni palabras. Mi caballo, a través del contacto de mis piernas con su piel, adivinaba mis fantasías y sensaciones. Presagiaba el peligro a media legua de distancia. Con resoplidos, cabeceos y orejas empinadas anunciaba el comienzo de la movida. Veloz emprendía un galope, soltando literalmente chispas con sus herraduras sobre los peñascos y pedruscos, ininterrumpido hasta sentir que el amo había recuperado la tranquilidad y calma.
Fantasmas en la oscuridad
“¡Mi jaca galopa y corta el viento!"
Otra historieta, con más ribetes de fantástica, pero que fue realidad, aunque no lo parezca. Escenario totalmente contrapuesto al anterior: fértil meseta entre San Pelayo y Juzbado. Llanura de barbechos y sembrados. Horizontes lejanos a la luz del día. Ni un solo árbol que lo ensombreciera. Azotada por las borrascas de poniente y el cierzo burgalés norteño. El frío y la oscuridad señorío de la noche. En la estación más fría del año. Entre Navidad y Reyes. Noche oscura como boca de lobo. Hora alta y temperatura muy baja. Embozado, como siempre, hasta la coronilla cabalgaba el novio luchando entre los consabidos miedos y los dulces y hermosos pensamientos del paseo y la compañía de la novia. Adormilado con el sopor y el recuerdo perpetuado con el perfume de la amada. El caballo llevaba algún tiempo mostrando signos de alarma: continuos resoplidos y orejas empinadas. De repente, a dos pasos de su hocico, dos lucecillas como luciérnagas a destiempo y dos bultos inmóviles emergen, cual estatuas fantasmagóricas, mudas cortando el paso del camino. Alarmado y sin aliento, instintivamente tiré de la rienda derecha del freno y el caballo, bruscamente, hizo un giro galopando dificultosamente por los barbechos encharcados hundiéndose peligrosamente hasta la barriga. Cuando el instinto del animal se sintió alejado del peligro, retornó sereno y triunfador, embadurnado hasta los estribos, al camino de regreso con un trote tranquilo y consolador. El pánico había desaparecido.
En la lejanía aparecían, mortecinas y aliviadoras, las luces de las primeras casas de Juzbado. El jinete recuperó el aliento y a media voz, canturreaba: “¡Mi jaca galopa y corta el viento!” Anhelantes cruzamos el río respirando profundo y hondo al pisar tierra conocida en el caserío de La Narra. Nunca nada más se supo de aquellos dos “bandidos” fantasmagóricos en una cerrada y tenebrosa noche invernal de meseta castellana. La interpretación más cercana a la realidad afirma que la tal aparición pudo muy bien tratarse del habitual regreso a su puesto de trabajo, de una cansina pareja de criados o jornaleros, fumadores en acción.
Viajes sobre 2 ruedas
Los viajes “a ver la novia” en bicicleta, o sobre dos ruedas, no siempre marchaban sobre las susodichas. La comodidad y compañía del cuatro-patas eran insuperables. Por añadidura, el moderno medio de locomoción de la “bici”se encontraba todavía en vías de desarrollo. Nuestra bicicleta -la de mi hermano y la mía- carecía de marca, como si hubiera sido fabricada en Taiwan. Su procedencia era desconocida. No era una BH. Los frenos raramente funcionaban a la par. Cuando no fallaba el manillar o el cable de uno, faltaba alguna de las zapatas del otro. Casi siempre había que recurrir al zapato o la alpargata como último recurso. Gracias que no existían los guardabarros como podrá ver el lector en la foto del “novio ciclista”. Los pinchazos también estaban a la orden del día. Y raro era el viaje que por hache o por pe no había que cambiar los papeles: el señor por el siervo, el sillín por la espalda. El cazador era cazado. Cuando no reventaba la llanta lo hacia el neumático. La bomba del aire sufría la sobrecarga y no funcionaba cuando más se necesitaba. El parcheo de los pinchazos era técnica consabida. Un viaje sin avería era como pedir peras al olmo. 
Pero vayamos de una vez al grano y demos paso a algunas de las aventurillas sobre ruedas o con la bicicleta al hombro o de la mano. Si las odiseas ecuestres solían ser nocturnas, las de “bici”no diferenciaban entre el día y la noche: lo mismo podían fraguarse a pleno día, con el sol en el cenit, que con la luna en plenilunio. Una de las más memorables fue la de...
Las vacas bravas de Cañedo
La dehesa o alquería de Cañedo ocupaba el epicentro del recorrido. Había que cruzarla en su totalidad. De sur a norte o de norte a sur. Famosa hoy día por la polémica “nuclear de Juzbado”, lo era entonces por la ganadería de las vacas bravas. Situada en lo alto de una leve colina, como a doscientos metros del camino, la vigilaban unos perrazos, guardianes amedrentadores. Al más leve ruido en las cercanías, se desperezaban e iniciaban un concierto nocturno que hacía temblar hasta los luceros. Raras veces bajaban hasta el camino a saludar a mi caballo. La bicicleta, más silenciosa, pasaba con frecuencia desapercibida. No así las terroríficas pernoctadoras del camino: las moruchas o vacas bravas que tenían la malsana y peregrina costumbre de ir a dormir con sus pequeñitas crías en las finas y cálidas arenillas del transitado paraje. Al acercárseles el caballo-erguido e impasible- se levantaban sorprendidas, y veloces se alejaban dejando la vía expedita. Su reacción era totalmente diferente cuando se acercaba el novio-ciclista: se erguían raudas como una exhalación y se plantaban curiosonas y desafiantes a ambos lados del camino. El ciclista cerraba los ojos para evitar el alucinante espectáculo. El pánico no pasaba de susto mayúsculo. Sin embargo, la fantasía continuaba tejiendo y destejiendo escenas macabras dictadas por mentes populares, creadoras de sagas y leyendas.
Y bastan ya batallitas tan trasnochadas. Colorín colorado…¡nunca final de capítulo ha sido tan esperado!

3 comentarios:

AAGlez dijo...

Queridos lectores: perdonad la tardanza. Se me acumula el trabajo, ¡este escritor es de lo más prolífico!

Que disfrutéis con las aventuras del novio ciclista, y jinete a su vez.

Anabel dijo...

No importa, Antje. Ha merecido la pena la espera...

Irene. dijo...

Me encanta releer tus recuerdos!