domingo, 18 de diciembre de 2011

E S T U D I O S I : Un nuevo rumbo en mi vida

El universo del Seminario

El aire de la ciudad hace libre!
Aprendí que la vida es servicio, y el servicio es alegría."


El presente capítulo de estas Semblanzas puede resultar chocante. Falto de sinceridad y autenticidad. Incomprensible para algunos. Adulterado o edulcorado para otros. ¡Nada más lejos de la realidad! Está escrito –paradojas de la vida– sin prejuicios preconcebidos. Sin rencor, ni resentimientos. Sin sentimiento alguno de hostilidad. Mirando hacia atrás sin ira. Sin dramas ni tragedias. Fueron seis años de larga y meritoria experiencia en un internado, del que voluntaria y afortunadamente no salí traumatizado, en contra de los clichés socio-ideológicos modernos. No fueron el paraíso de la adolescencia, ni las delicias de la incipiente juventud. Pero fue una experiencia fructífera de la que nunca me he arrepentido: me enseñó a mirar el pasado con serena tranquilidad, libre de rencores y venganzas. Aprendí –según el pensamiento del encabezado- a pensar en los demás y en conquistar y cultivar amistades y amores que perviven hasta hoy día. Filosofía que he pretendido practicar y sembrar por los caminos que he recorrido y que continúo defendiendo a cara descubierta. La preciada herencia de Amistades testifica que el Intento no fue baldío. Sirva de ejemplo el encuentro anual que celebrábamos todos los veranos en Salamanca. En el pueblo de uno de los supervivientes del primer curso: una docena escasa de amigos verdaderos, seglares y clérigos.

Cuando con doce años cumplidos ingresé en el seminario, mi vida dio un giro copernicano. Mis hábitos y rutinarias costumbres aldeanas, pasaron de la nada al infinito. Mi mundo campesino se transformó en universo cortesano. Con el pelo de la dehesa llegábamos a la capital los timoratos y acomplejados pueblerinos. Éramos los internos. Para los externos, los señoritos de la urbe, éramos los palurdos con “cara de pueblo”. Complejo que tardaría años y años en superar. El pueblo estaba devaluado, el campo minusvalorado. ¡Cómo cambian los tiempos! Hoy ser de pueblo es un valor en alza. Ya lo dejó escrito Delibes: “Ser de pueblo es un don de Dios y ser de la ciudad es como ser un inclusero.”

En aquel entonces, ir al seminario era como ir a la inclusa, ingresar en un hospicio, en un cuartel o en una celda de clausura. Todo, no obstante, depende del color del cristal con que se miren las cosas, las acciones y actitudes de los protagonistas. La tendencia generalizada, la de la mayoría de los mortales, es mirar el pasado como lastre, miseria o tiranía. El reverso de la moneda de la copla de Jorge Manrique. Sin embargo -¡de todo hay en la viña del señor!- hay quien opina que “el don de la vida es el don del pasado”. La aventura larga de mi larga vida comenzó, cuando menos se esperaba, como sigue:

Una espléndida y radiante mañana de primavera prematura, levantada la niebla mañanera, abriendo paso a un cielo azul velazqueño, llegaba a Carrascal un señor de Rollán, “el de las máquinas de coser”, gordinflonete y bonachón él, con el habitual mandilón azul marino, distintivo de los menestrales ambulantes de la época. Dicho señor era cristiano viejo, conservador, de hábitos medievales, quien al toque del Angelus, a las doce del mediodía, suspendía sus labores, para cumplir con el rezo tradicional. Pues, mientras el tal señor ejercía la rutinaria revisión de “la Singer”(1) de mi hermana Aurora, escuchaba un día, atento con oído avizor, la lectura “oficial” del “parte de guerra” de La Gaceta Regional que, para la vecindad hacía diariamente un mocosillo, el listejo de la escuela. En el país de los ciegos el tuerto es rey. Tan impactado quedó de las cualidades lectoriles del chiquillo que le preguntó a mi padre que “por qué no le llevaba a estudiar a Salamanca” (no será preciso aclarar que el listo de turno era el redactor de la historia). A la respuesta paterna de “¿dónde está el dinero?” atajó, decidido, el interlocutor: “¿y si le conseguimos una beca?” Y… dicho y hecho.

El proceso seguido sobrepasa los límites de mi memoria. Solo recuerdo que gracias a la predisposición altruista, humanitaria y caritativa, de D. José, maestro ejemplar y queridísimo de San Pedro, en el verano del 38, me estaba preparando para el examen de ingreso en el seminario de Salamanca. Examen que aprobé sin mayores dificultades.

Aunque, pensando en la edad, debiera tener frescas en la memoria todas las novedades, vicisitudes y experiencias de la nueva vida comenzada, debo confesar que no conservo ni el mínimo recuerdo del examen de ingreso, ni del día de ingreso, ni de los primeros días y experiencias en el gigantesco y monstruoso edificio del seminario, la hoy irreconocible, suntuosa y famosa Universidad Pontificia.
En primer plano Antiguo Seminario Mayor

Tampoco debió ser traumática la despedida del pueblo, la separación de mi padre al dejarme solo, enfrentándome solitario, cara a cara, con tanto desconocido: compañeros, superiores, profesores, personal de servicio, en suma con aquel ambiente extraño y aquel espacio desmesurado, amurallado e inabarcable. Tal vez la ilusión de llegar a ser alguien, la fe infantil que mueve montañas, el hallazgo de nuevos amigos, de amistades que, como acabo de señalar han perdurado toda una vida, motivaron el predominio de lo positivo sobre lo negativo en la balanza de aquellos determinantes años. Lo de vocación era uno más de los tópicos epocales. En el pozo de mi memoria sobresalen en vivos colores los muchos momentos gratos y aparecen desdibujados las vivencias desagradables.

Bien es verdad que en mi expediente no figuraba acto alguno de indisciplina o desorden, de castigo o penitencia, causantes de los habituales rencores o acusaciones hostiles, frecuentes en los desertores resabiados y radicales. Tal vez mi carácter humilde y conformista, callado y respetuoso, influyese en mi actitud de reconocimiento y agradecimiento. Debí ser aplicadillo. Mi curso insignia fue 2º de Latín. ¡Todo sobresaliente! Las calificaciones eran según las vocales del alfabeto: de la“a” a la “u”. Había también una nota de conducta, en la que nunca bajé de “ae”. Sin embargo, según iba creciendo en edad, y ascendiendo en la carrera, las calificaciones iban descendiendo. En el último curso, 1º de Filosofía, cuando ya tenía decidido “colgar los hábitos”, como se decía entonces, no pasé de aprobadillos y notables, pensando ya en las futuras asignaturas del Bachillerato que me esperaban a la salida.

A fuer de sincero debo confesar que fueron años de sorda y callada lucha. Años duros y decisivos. De formación y preparación. Y también de indecisión. De penuria, de carencias y natural desamparo por las circunstancias familiares y sociales. A pesar de los pesares, con las sombras alternaron también luces. Comenzaré enumerando algunas de las primeras.

Durísimos fueron, climatológicamente hablando, los dos primeros años en aquel inmenso, lóbrego, sombrío y frio edificio, en el que cabía casi integro el rinconcito de mi Carrascal. Escalofrío y tiritera perduran todavía en mi memoria, recordando aquellos dos interminables y gélidos inviernos siberianos, con manos y pies rojizos e inflamados. Y, ¡hasta con heridas! Huellas que perviven todavía, inolvidables, en mi mano izquierda. Ni guantes, ni jerseys o prendas de abrigo con las que hacer frente a aquel cruel y aterrador invierno. Recordado también, como el último de guerra, y por sus 20º bajo cero en el trágico frente de Teruel.

Las nefastas consecuencias de la guerra repercutieron hasta en los sótanos, patios y dependencias del seminario: soldados y verdosos camiones del ejército habían usurpado parte del histórico edificio, convirtiéndolo en intendencia o cuartel de abastecimientos. El resto del inmueble estaba en gran parte desangelado e inhabitable: falto de vida y de calor. La guerra se había acaparado hasta a los jóvenes de 16 y 17 años. No existían por tanto seminaristas mayores, y los cursos inferiores estaban diezmados. Cierto renacer apuntaba ya nuestro curso aproximándose a la treintena de alumnos.

Mi memoria, nada sobresaliente, guarda en su archivo la lista completa, por orden alfabético, de mis condiscípulos:
  • La encabezaba Manuel Almeida Cuesta (que acaba de fallecer), “el bautizador”de nuestro Martín (el benjamín de la nietada).
  • Tomás Amores Dorado (segundo)
  • El tercero, Manuel Cuesta Palomero. El más joven del curso, de una vitalidad, capacidad musical y organizatoria inconmensurables. Promotor de los encuentros veraniegos. Su fe y su don de gentes movía montañas. Murió celebrando misa para una peregrinación salmantina en Canaá de Galilea, en el lugar de las famosas bodas, del primer milagro de Jesús.
Podría ir retratando uno por uno a los integrantes de la lista. Dos de ellos destacan en la orla con nombres propios:
  • Dámaso García García, quien me precedía en la lista. Lo que nos unía en muchas circunstancias. Me apreciaba con locura. La primera felicitación navideña era siempre la suya. Para mí era San Dámaso. Poeta -paisano de Gabriel y Galán- muy versado en pintura y de mística espiritualidad. Vivía de milagro atribuido a la Virgen. Desahuciado irremisiblemente en Los Montalvos -entonces hospital antituberculoso- murió octogenario presumiendo de un vozarrón insuperable.
  • Juanito Martín Jacoba, pequeñito y vivaracho (diminutivo explicativo), un gran tipo en todos los terrenos y registros. Matemático, muy religioso , a pesar de la “deserción”. Profesional integuérrimo: Director perpetuo, correcto y muy estimado, de uno de los colegios públicos más afamados de Salamanca. Muy enfermo desde hace años, continúa sirviéndome de norte y referencia en nuestra última etapa de escasos supervivientes.


Pero retornemos a la historia del frío. Dada la general precariedad era utópico pensar en habitaciones individuales y menos todavía con calefacción. Los mas novatos fuimos confinados y condenados a dormir en lo más alto del edificio: una galería inmensa, abuhardillada, acondicionada con unas hileras de primitivas camas, similares a las siniestras salas comunitarias de los hospitales de antaño.

El término ducha o baño, servicios con lavabos, etc., no existían ni en negro sobre blanco. A los pies de cada cama -¡vaya lujazo!- disponíamos de un palanganero, con su correspondiente palangana y el adicional jarrón blanco de porcelana, como fuente o manantial único de agua para nuestro aseo personal. Mas, ¡cuál no sería nuestra sorpresa y cuál la temperatura interior ambiental, que el agua del jarrón amanecía algunos días congelada! Ese frío tempranero -nos levantaban a las siete de la mañana, en plena oscuridad nocturna- era compañero inseparable de tortura durante todo el día. Los militares nos habían arrinconado en la parte más fría del enorme patio, con dos hermosos frontones, orientados al norte, barrera infranqueable para el sol, auténtica pista de hielo en los duros meses del crudo invierno. Las sombrías y oscuras clases, el comedor en el sótano, la capilla, días enteros con luz artificial, no diferían mucho del siberiano dormitorio. El claustro barroco -hoy, tras la restauración, atracción turística- entonces lugar de recreo y de paseo, servían mas de suplicio que de esparcimiento. Humedad densa que ascendía de los sótanos, columnas rezumando polvorienta frialdad. Entre los densos nubarrones que flotan todavía en el lejano horizonte del pasado, figura el silencio obligatorio en el comedor -exceptuados domingos y festivos. Un lector amenizaba (?) las comidas -no siempre apetitosas en los años de racionamiento.

Los madrugones diarios, la revista sabática de “mudas” y limpieza son algunos de los recuerdos más angustiosos. Hasta que la buena de mi hermana se casó (1942) y se fue a vivir a Salamanca, momento a partir del cual mi cuñado y querido nuevo hermano mayor Delfín, se preocupaba de llevarme la muda limpia todas las semanas a Calatrava (nueva sede del seminario menor), hubo muchas inspecciones en las que no llegaba a tiempo la “bolsa de la muda” del pueblo , teniendo yo que acudir a la picaresca de hacer pasar por limpia la ropa sucia.

Metido ya en el ajo de la “crónica negra”, me perdonará el lector que resucite una imagen que todavía hoy continúa provocándome náuseas. Se trata de los retretes o servicios, entonces denominados “letrinas”, como en los cuarteles y campamentos. Aún no habían llegado a aquella casona los Sanitarios Roca. Siempre me he preguntado qué diablos tendrá que ver con las letras tan repugnante receptáculo. Las letrinas que nos ocupan consistían en una serie de cabinas con medias puertas, ubicadas a ambos lados de un pasadizo frío, siempre húmedo, inhóspito y pestilente, de salida al patio. Lugar repugnante y sórdido. En aquel agujero tenebroso, sucio y misterioso del suelo, en el que se depositaban las heces, de vez en cuando, con ojos inquisitivos, aparecían feas, repugnantes ratas parduzcas esperando la mercancía. Pero, pasemos rápidos página, borrón y cuenta nueva.

En tercer curso, como acabo de anticipar, nos trasladaron a Calatrava, bello edificio renacentista en la trasera de los Dominicos. Estrenábamos Seminario Menor.

Equipo de fútbol -  Filosofia 1943
El protagonista destaca el primero a la izquierda
El tránsito fue como el paso de las tinieblas a la luz. Todo nuevo, luminoso y más amplio. Un enorme patio, orientado al mediodía, con vistas a la sierra, con campo de fútbol, paseo central arbolado, con olmos y acacias, limitado por las murallas, hace poco descubiertas, del paseo Canalejas.

Mientras que de los profesores de primero y segundo conservo grato recuerdo, no puedo decir lo mismo de los de los cursos restantes. No sintonicé con ellos, y el expediente descendió considerablemente: la media no pasaba ya de Notable.

Concluidos los cinco años de Latines, retornamos en 6º, primero de Filosofía, al antiguo edificio, ahora ya remozado y convertido, precisamente por esas fechas, en la actual y afamada Universidad Pontificia de Salamanca. Al ascender de categoría todo subió de nivel: habitaciones individuales, aulas amplias y modernas, biblioteca, sala de música y suntuoso Salón de Actos. Profesorado especializado y alumnado nacional seleccionado. Al ser transformado en Universidad, llegaban seminaristas becados de Madrid, Barcelona, León, Zamora, Cuenca, entre algunos de los que recuerdo. Sin embargo, a principios de curso un grupito de cuatro o cinco amiguetes decidimos “salirnos del seminario”. Salida que significaba cambio radical de rumbo en mis estudios y que ocupará varios capítulos de estas “Memorias y Semblanzas”.

Sería injusto concluir el anuncio del “Nuevo Rumbo”, limitándome a retratar exclusivamente las escenas de frío, hambres y miserias de esos años. También hubo luces que continúan irradiando reflejos. A éstas debo la configuración de mi personalidad, la adquisición de nuevos intereses, exigencias y valores de los que no me arrepiento. Inquietudes intelectuales, morales y humanas en consonancia con la línea conservadora-liberal, propia del entorno generacional que me tocó vivir. Cierto filósofo -cuyo nombre no recuerdo- afirmaba que “a los 18 años un hombre está hecho, bien o mal”. El resto son influencias -positivas o negativas- ambientales, familiares, sociales etc.” Yo, sin ser positivista, he intentado siempre recordar lo bello y positivo de la vida. Y así recuerdo con fruición: los paseos dominicales, con los que soñábamos, al extrarradio de la ciudad. A prados y a una finca de la carretera de Alba, propiedad de dos hermanos del curso, donde jugábamos al futbol y a todo lo divino y humano, y aprendíamos a disfrutar de la naturaleza. No olvidaré tampoco mis primeros contactos corales con la música: me sentía orgulloso de pertenecer, como tiple, al coro polifónico del seminario, siempre dirigido por los mejores directores de Salamanca. Especial mención merece D. Bernardo García Bernal, creador de una dinastía de famosos compositores y directores musicales. Un hijo suyo, Jesús, algunos años compañero de curso, fue durante muchos años Director del Coro de la Universidad de Salamanca y reanudamos la amistad en los últimos encuentros veraniegos. También merece ser recordado D. Constancio Palomo, mi primer profesor de música y Director del Coro polifónico del seminario; joven elegante y educadísimo, de finos modales y afectuoso trato. Fue también uno de los músicos y musicólogos destacados en la Salamanca de la segunda mitad del s. XX, sobresaliendo como organista de la catedral salmantina.

Memorables eran también los sermones cuaresmales en la catedral, a los que acudíamos todos los años, por el mejor predicador de la capital, los concursos de villancicos y belenes que organizábamos y recorríamos por Navidad, las funciones de teatro, sainetes, principalmente de Jardiel Poncela, y la llegada de las vacaciones, la vuelta a la querencia del pueblo, en un par de ocasiones “pinrelando” desde Salamanca con unos compañeros de Almenara. Recapitulando: Fueron seis años en los que alternaron luces y sombras. Fueron muchas las jornadas de cielo encapotado. Nunca la calificaría de aventura fracasada. Al final, en la lejanía, se vislumbraban horizontes tornasolados. Escoltado con nuevos valores, con paso firme y voluntarioso, estaba preparado para afrontar en solitario, y por mi mismo, mi propio destino en el momento preciso.

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