lunes, 19 de noviembre de 2012

LA POSGUERRA I

Un falangista y un militar de pacotilla: instructor elemental y alférez de complemento   


"La única batalla que se gana es la que se sabe evitar."

Preámbulo: Aun cuando en el índice de nuestro blog figuran dos capítulos sobre "La guerra desde la óptica de un niño", he preferido dar prioridad a estas historietas autobiográficas y trascendentales en esa triste década de los 40, archiconvencido con mi Heinrich Böll, premio Nobel alemán, quien me enseñó que no hay mayor sinrazón e insensatez que la guerra: “Der Unsinn des Krieges”.


Si los tres años de guerra fueron trágicos y duros, los de posguerra fueron también duros y sobre todo largos. En la zona nacional que no sufrió directamente las heridas y desastres de la contienda, los primeros años después de La Victoria estuvieron marcados por la hambruna, la miseria y la escasez. La única abundancia era la de los odios y venganzas. La inactividad industrial, la paralización económica durante casi tres años, intentaron suplirla y solucionarla con medidas, instituciones y disposiciones totalitarias de tristísimo recuerdo. Inolvidables continúan: las cartillas de racionamiento (aceite, azúcar, pan, tabaco y otras materias primas racionadas o requisadas), lunes sin postre, silos (servicio nacional del trigo), auxilio social, contrabando, estraperlo,… 

Sin embargo la tragedia política de posguerra, la de los procesos y juicios sumarísimos, la de las represiones, venganzas de los vencedores, penalidades de los vencidos y otros excesos del franquismo, pasó desapercibida en aquellos años de censura feroz, imperceptible para un adolescente que vivía en el aislamiento de la aldea, o en el enclaustramiento del seminario, sin prensa, radio ni información alguna del exterior.

El frío, mi mayor enemigo en el internado, las menguadas y pésimas comidas a principios de los cuarenta, son los recuerdos más amargos. Las cenas de guisantes, duros como piedras, de la abuela Meregilda, durante las vacaciones en Carrascal o el pan de maíz sin corteza, sucedáneo de las hogazas de candeal, son recuerdos para olvidar.

Sin embargo, continuábamos cantando y jugando, soñando y creyendo que los militares eran los salvadores y defensores  de la patria, y los mandamases de uniforme azul, los falangistas de partido único, los redentores y artífices de la España “una, grande y libre”. Su himno, el “Cara al sol con la camisa nueva”, las “Montañas nevadas, banderas al viento”, y el nacional “Viva España, alzad los brazos hijos del pueblo español”, eran el catecismo político que había que aprenderse de memoria, para concluir con ellos la jornada escolar y todo los actos oficiales y públicos.

La mayoría de los niños de la ciudad, alevines del partido, pertenecían a los Flechas o Pelayos o al Frente de Juventudes y las chicas a la Sección Femenina. Casual y afortunadamente me liberé de ese adiestramiento. Nunca simpaticé ni porté una camisa azul, ni presumí de boina roja, pero no me liberé de pasar por las horcas caudinas del partido, aunque en realidad no pasé de ser un simple falangista de número, como todo hijo de vecino: falangista de pacotilla, poseedor del rimbombante título de “Instructor elemental del Frente de Juventudes”.  Tuve que convivir con el régimen y someterme en tres ocasiones que no pasaron de anecdóticas, y que conviene recordar para amenizar esta autobiografía y desdramatizar los capítulos oscuros de la España de guerra.


Primera vivencia: falangista de pacotilla, instructor elemental del Frente de Juventudes 
File:Palacio duques alba piedrahita.jpg
Palacio de Piedrahita de los duques de Alba
Para poder optar a una plaza de interino u opositar a  plazas de Magisterio era requisito, “sine qua non”, poseer el título de “Instructor elemental del Frente de Juventudes”. No me libré, por consiguiente, de un cursillo de un mes en el palacio ducal de  Piedrahita. Para la mayoría de los veinteañeros, jóvenes maestros de Salamanca y Ávila, fue ocasión pintiparada para cambiar de ambiente, ampliar horizontes, viajar y hacer turismo al “extranjero”, en coche de línea y con la maleta de madera al hombro, y disfrutar de unas semanas vacacionales en la sierra, al abrigo de la Peña Negra, en las estribaciones de Gredos.
 





De formación del espíritu nacional… “rien de rien”. La “elemental instrucción” se reducía a una tabla diaria de gimnasia, y a aprender de memoria el 1º de los 24 puntos de la falange joseantoniana: "Ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo”. Curiosa y paradójicamente, incluso ni los jóvenes mandos falangistas se lo creían y, para los flamantes y aguerridos futuros “Instructores elementales”, más serio que ser español eran las excursiones a la sierra, las amistades y los “donjuanescos” paseos con las jovencitas lugareñas por la plaza, el parque o el río del pueblo.

Peña Negra, Sierra de Gredos
Con el glorioso título de “Instructor elemental” convertido ya en maestro “integral”, solicité interinidades en Segovia y afortunadamente me concedieron la escuela de niños de Vegas de Matute, pueblecito del Guadarrama segoviano, en las inmediaciones  de la Mujer Muerta. Pero esa experiencia feliz y enriquecedora bien merecerá  a su tiempo capítulo propio. Pues, en primer lugar de la  lista de espera reclama su entrada la 2ª aventura como “servidor” de la patria, alférez provisional de complemento.

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