El término "Siesta" merece ya por sí solo
consideración y aprecio universal. Siesta es uno de los vocablos de nuestro
idioma que goza de mayor difusión. Vocablo espléndido. Sin paliativos. Heredado
de la antigua Roma, de la latina hora sexta que discurría de nuestras 12 del
mediodía a las 3 de la tarde. España es por doquier sinónimo de Flamenco,
Toros, Arena y Siesta. Tal nivel ha alcanzado esta última, que en el centro de
Europa ha desbordado el campo semántico original: en las autopistas alemanas
existían en nuestra época germana indicadores anunciando "Siestaraum","espacio
para la siesta", equivalente a nuestro "Área de descanso".
Tan profunda y
seriamente enraizó en algunos hispanos esta rancia tradición mediterránea de
“la cabezadita” después del almuerzo y el “paréntesis laboral” al mediodía que,
algunos currantes, entre los que se encuentra este bloguero siestófilo, no
sabrían, ni podrían, sobrevivir sin la praxis de esta tradición tan española.
El sobrino Javi, maestro hoy de relato corto y en La Colina de antaño
observador de usos y costumbres, daba ya entonces muestra de sagacidad
suplicando: “Silencio. Que el tío Manolo duerme la siesta”(ver comentario en
capítulo "La Colina").
Efectivamente: el
tío Manolo sin siesta era y es persona muerta. Bien podríamos aplicarle el
refrán del fraile: "Si quieres matar a un fraile, quítale la
siesta y dale de comer tarde."
Por propia experiencia puedo aseverar que el
hábito - ¿o vicio? - de la siesta se acrecienta con la edad y cambia de
significado y valoración con las exigencias, las necesidades y los años del
protagonista. La cabezadita después de la comida, el echarse la siesta - la
siesta no debe exceder los 25 o 30 minutos - según médicos y psicólogos
previene el infarto, elimina el estrés, aumenta el rendimiento laboral y la
producción, incrementa la concentración y la memoria, etc, etc. Resucitar o
revivir la siesta no es tarea fácil de narrar, porque toda ella, desde la niñez
a la senectud, está plagada de episodios pintorescos y momentos memorables. De
la proliferación y pluralidad de las mismas entresacaré algunas de las predilectas
y nítidamente recordadas.
Siesta de los niños, aventuras a la luz del día
Para los niños de aldea, entre los que
figuraba este bloguero, la hora de la siesta en Carrascal era la hora más esperada y soñada
en los días de tórrido verano. Cuando los mayores dormían y los animales
descansaban a la sombra de tenadas o arboledas, y solamente se oía el zumbido
de las moscas, el sol despiadado abrasaba calles y campo, calcinaba arena y
piedras de calles, caminos y moradas. La siesta era hora de la verdad para los
rapazuelos, presa de prohibiciones y cortapisas. Dos, tres o cuatro colegas,
según las circunstancias (los consabidos de pandilla: Juanito, Oni, Toño y
Manolo) sigilosamente abrían la puerta de sus respectivas casas y salían al
aire libre, buscando la sombra de un cumbre donde planificaban sus travesuras y
correrías, que no pasaban de chiquilladas porque, “éramos buenos, porque no nos
dejaban ser malos”.
Los Nideros
Nuestras delicias eran los nidos en corrales,
pajares, tenadas y pozos abandonados. Todos ellos lugares prohibidos, hoy casi
desaparecidos. Los nidos de golondrina, vencejos y gorriones en recintos
cerrados o en el campanario, tejados y muros agrietados de la iglesia, en
agujeros de paredes y recintos deshabitados. Las golondrinas anidaban a
raudales en el portalillo antiguo de la iglesia y en el entonces cebonero (hoy
desconozco su utilización aunque lo he visto remodelado), jardín de las
tentaciones como paraíso, donde anidaban a decenas las golondrinas y escenario
ideal de una de nuestras trastadas infantiles. El asalto a la fortaleza,
reclamaba la habilidad de un agateador hábil y escurridizo, que trepase y se
colase por el único acceso asequible, un estrechuco bucarón al que íbamos robando
piedras. Recuerdo como si la hubiésemos vivido ayer por la tarde, una de estas
aventuras tragicómicas: vestíamos todavía pantalón corto, obligatorio en
aquellos tiempos hasta la pubertad. Aún estoy viendo y sintiendo las piernas
ennegrecidas y acribilladas por la plaga de pulgas, compañeros inseparables de
los cebones, disfrutando de la vista de numerosos y tentadores nidos de
golondrinas, unos con huevos, otros con golondrinitos, todos ellos al alcance
de nuestras manos. Pero, lo que todavía me pone los pelos de punta, es el
chirrido del cerrojo de la puerta y la aparición del señor Manuel - apodado el
Rodeto - nuestro enemigo público número uno, que nos traía a mal traer
siguiendo cada uno de nuestros pasos por corrales y cortinos. Ese día la
represalia se limitó a un buen estirón de orejas a uno de los pilluelos,
mientras los otros desaparecían poniendo los pies en polvorosa.
Siestas a la caza y pesca
Según crecíamos en edad, habilidades y
libertades, ya adolescentes nos íbamos alejando del poblado y subíamos al
monte, a la Antanica o al teso del Palomar donde sesteaban las perdices con sus
camadas de polluelos aprendiendo a volar, nuestra presa preferida. Con el tiempo nuestra actividad favorita a la
hora de la siesta era correr a la caza de los pollos de perdiz. Actividad en la
que de mozalbetes acabaríamos siendo insuperables maestros conduciendo algunas
de las bandadas del monte hasta el río, frontera que al tercer vuelo no
lograban superar todas, convirtiendo la caza en exitosa pesca.
Muy diferente - me avergüenzo todavía al
recordarlo - era la caza de moscas para matar arañas. Ambas especies proliferaban
a raudales en los antiguos poblados rurales y estas últimas revestían, con sus
artísticos tejidos y telas, techos y muros exteriores de las humildes casitas
castellanas. Las oquedades de las primitivas paredes aparecían salpicadas de agujeritos,
pórticos de sus casitas, alfombradas la salida con una tupida red de
fabricación propia. Cosquilleando con una pajita en la tela de araña, solía
aparecer rápida la dueña, en busca de la presa atrapada en su red. El cruel
entretenimiento consistía en cerrar la entrada del agujerito y aplastar al
inocente animalito. Cuando esta técnica fallaba acudíamos a otro procedimiento:
cazábamos mosquitas caseras con la mano que colocadas sobre la tela de araña de
entrada quedaban prendidas aleteando y anunciando con su zumbido caza a la
vista a la dueña de la casa, muriendo ambas a la par, obra macabra de los
pilluelos de marras.
La pesca a la hora de la siesta no tenía nada
que ver nada con el río. Se limitaba simplemente a meternos en la Charca del Pozo
o en el único superviviente de Los Charcos a pescar descalzos ranas y
renacuajos. Operación suspendida a veces ante la presencia de una culebra,
terror de los principiantes pescadores quienes, chapoteando huían despavoridos
a toda velocidad del lodazal poniendo los pies en polvorosa. Juego también
divertido era el “cortar el agua” en la charca con un canto o una piedrecita
llana. Ganador quien llegase más lejos con la piedra o más círculos y saltos
registrase.
Siesta en las eras
La Meridiana o La siesta, por Vincent Van Gogh |
Como el pobre Manolo no disponía de eras
propias, suplía tales carencias con el orgullo y el placer de ir a dormir? la
siesta a las eras, invitado por Fili, amigo y vecino unos años mayor, a quien
acompañaba a veces a las eras, solitarias en las horas del descanso.
A la
sombra, debajo del carro, a veces cargado de mieses, o al resguardo de un
montón de haces de trigo o cebada pasábamos felices ratos, peleándonos contra
los tabarros y las moscas e ideando toda suerte de pasatiempo, menos dormir. A
este respecto debo testimoniar mi orgullo de español, como inventores de la
siesta, pues como demuestra el cuadro de van Gogh, hasta Holanda
llegó tan sana costumbre. Tal vez herencia de los tercios imperiales en Flandes,
los campesinos holandeses, segadores del heno, disfrutaban como nosotros de la siesta
entre pajas.
Siesta y senectud comienzan por S
Cuando la vida serena va resbalando a su fin y
la humana naturaleza va encorvándose más y más hacia el polvo, la necesidad de
la cabezadita tras la comida reviste tonos de obligatoriedad. La siesta del
presente, jubiladísimo y sin agobios, se impone como Dios manda y siguiendo el
consejo de D. Camilo J. Cela , en buena cama y “con pijama, padre nuestro y
orinal”.
Siestas en el paraíso
Este enamorado de la cabezadita no cambiaría
por nada del mundo las siestas de la Colina, en su doble dimensión: siestas en
compañía con nietas y nietos y, al estilo tradicional, la siesta en solitario y
al aire libre. Antes del invento de la “caja tonta” y de la invasión de la
televisión en aldeas y terruño, que ha sustituido este momento de reposo mágico
del verano, la siesta consistía a menudo para los nietos en dormir y jugar en
compañía del Opa. Y a decir verdad, con todos ellos, desde Irene y Teresa hasta
Inés y Martín nos lo pasábamos pipa, inventando tonterías, haciendo visajes,
mímicas y muecas antes de caer rendidos por el sueño. Con el benjamín de la
familia, y el poder de seducción de la televisión, las reglas del juego de la
siesta han cambiado. Ahora Martín es el que viene a despertar al Opa y jugar
con él al caballito o descender y rodar por la montaña y hacer el piripi hasta
la extenuación del dormilón.
Siesta al aire libre
Como sucedáneo admirable, disfruto también de
la siesta en solitario, y con frecuencia al aire libre cuando la temperatura lo
permite, tumbado en el bendito suelo a la placida quietud y sombra de una
encina, una acacia, un chopo o un pino y encantado con la reconfortante,
silenciosa y a par “sonora soledad”. Este enamorado de la naturaleza, hasta
tolera la compañía de las cargantes, pesadas y hasta pijoteras moscas, con tal
de disfrutar del susurro de las hojas de los árboles, del trino de los
pajaritos y del paso lento, seductor y apasionante de las nubes en el
velazqueño castellano cielo.
Por todas ellas, por todas las siestas del
pasado y del presente, por todo lo vivido, dormido y sesteado, agradecido, y
por siempre: ¡LOADA SEA LA SAGRADA SIESTA!, galardón de nuestra cultura,
orgullo de tradiciones patrias y premio diario a nuesto quehacer cotidiano.
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