Lo que va de Ayer a Hoy
Nada ni nadie es como fue ni será como es. La
memoria funciona por asociaciones y también por contrastes, según sentenció hace
siglos Aristóteles. La historia de Palacios, como la de todos los pueblos, va
inexorablemente vinculada a la evolución y el desarrollo. La implacable
sucesión de generaciones deja sus huellas y trasmite su impronta. Cada
generación hace entrega de llaves y riendas a los que le suceden. Cada época ve
las cosas desde su punto de vista. ¡Hasta las palabras cambian de significado y
vigencia con el devenir de los años!
El Ayer del enunciado equivale a un largo
pasado, a la segunda mitad del siglo XX, y el Hoy, al presente de lo que
llevamos de siglo. Palacios es, para este fiel “hijo adoptivo”, sinónimo y
símbolo de pueblo, personas, paisajes queridos: de familia y amistades. Con
luces y sombras como la vida misma.
No voy a detenerme en la historia y
significado del pomposo topónimo de Palacios del Arzobispo, menos encomiable y
más emborronado de lo que el corazón y las leyendas medievales y renacentistas
dictan. La interpretación más convincente y fidedigna, hasta hoy día, sobre el
nombre y los orígenes de nuestro pueblo es la recogida por nuestro paisano,
gran lingüista y estimado compañero, Ignacio Coca, en su brillantísima,
concienzuda y meticulosamente documentada tesis doctoral: “Toponimia de la
Ribera de Cañedo”.
Lo que va de Ayer a Hoy es distancia muy
difícil de calibrar en el tiempo y en el espacio. Como suele ocurrir en la
realidad y en la propia vida, todo es del color del cristal con que se mire o
de la vara con que se mida. A los ancianos nos acompaña siempre, cual perrito
faldero, la maltrecha memoria, la melancolía y la nostalgia, manantial no
siempre de aguas cristalinas. Pero, al menos, nos sirve de refugio en insomnios
y duermevelas. Cuando a mediados del pasado siglo, llegaba por primera vez a
Palacios, arrastrado por la seductora e invencible fuerza del amor un veinteañero
estudiante de una aldea perdida del otro lado del río, Palacios del Arzobispo
no figuraba en mis conocimientos históricos ni geográficos. A pesar de haber
sido siempre la Geografía asignatura preferencial. El recuerdo de mis primeras
escapadas a Palacios a “ver la novia”, en bicicleta o a caballo, es uno de los
más dulces y gratos recuerdos de juventud (ver el capítulo “Noviazgo a la
antigua usanza”). Debo hacer saber, aunque la mayoría de mis lectores no lo
precisen, que la dulcinea de mis amores era una seductora rubita, que aún no
frisaba los veinte y que, además de por su nombre, solía llevar por sus
encantos la palma en el pueblo. Baste ello para justificar el asentamiento de
Palacios en mi corazón y, para que el Palacios de Ayer continúe bailando en mis
ojos y armonizando mis oídos, haciendo bueno el verso del poeta de que
“cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Se trata de un Ayer resucitado desde una
perspectiva idílica, romántica y sentimental. Añoranza de ausencias y pérdidas irreparables: personas, personajes y pájaros. Fiestas y festejos, costumbres y tradiciones. Olores,
colores y sabores. Ruidos, sonidos, melodías. Plaza y plazuelas, calles y
casas, inmortalizadas en La Colina, nuestro refugio y paraíso.
¡Cómo ha cambiado el pueblo! ¡Y cómo han
cambiado el tiempo y los tiempos! Antaño, el ciclo de las estaciones marcaba el
ritmo de la vida del pueblo y sus moradores. El tiempo se contaba por fiestas convertidas
en tópicos. Solíamos soñar y decir:” Por San Juan o el Ofertorio, para Navidad
o Semana Santa, San José o Los Santos…”, “cuando llueva o cambie el tiempo”,
“cuando amanezca o se ponga el sol”, “pa” la primavera o el verano”… y otros
muchos coloquialismos. Hoy, sin embargo, priorizan el finde, las vacaciones o
las fiestas de la Asociación. El Hoy es como la cara y cruz de una moneda:
vacío y desértico en invierno, animado y colmado en verano. Perduran y florecen
algunas costumbres y hábitos y envejecen y mueren otras. La imagen de pobreza y
abandono de hace medio siglo: sin agua corriente, ni
teléfono, barrizales, atolladeros y pedruscos, boñigas y cagarrutas del ganado
alfombrando las calles al cruzar el pueblo en todas direcciones, contrasta con
la estampa moderna presente: calles limpias y asfaltadas, nuevas y confortables
viviendas modernas. Y, una plaza con rango de “Mayor”, escoltada por la
monumental iglesia – sin parangón en la comarca, magníficamente restaurada. Aunque
sus campanas vayan enmudeciendo: el toque diario a misa y a la oración, el
alegre repiqueteo festivo todos los domingos pertenece ya al pasado. En esta plaza. Ayer, dormitorio a la luz de las estrellas, maloliente y sin barrendero, y zona
de ordeño de la desaparecida cabrada del pueblo. Hoy corazón y orgullo de
pequeños y mayores, siempre presidida por la centenaria, legendaria y acogedora
morera. Siempre animada. Vida y ajetreo a la par. Sosiego y reencuentro. Dos
bares de categoría urbana con aperitivos de primera. Hermoseada con el verdor
de ailantos, catalpas, acacias y enhiestos chopos, vigilantes del moderno
frontón multiusos, de descabellada ubicación que rompe la simpar panorámica del
pueblo desde el cementerio y carretera de Ledesma, borrando también el amplio
horizonte charro que se disfrutaba a la salida de la iglesia.
El horizonte de campanario se nos presenta hoy
día agrandado y embellecido: con amplios y frondosos pinares, sugestivos y
exóticos molinos, enormes besanas de verdes trigales en los desparecidos
minifundios, hermosas, lustrosas y numerosas vacadas de limusinas y charolesas
en bien cuidadas y cercadas parcelas y granjas. Mas, todo en la vida tiene su
precio: con las naves del ganado en el campo hemos perdido los corrales donde
los humanos convivíamos con los animales. Y con ellos se fueron el balido de
cabras y ovejas, el bramido y mugido de las reses y el rebuzno de los équidos.
Y con la desaparición del gallinero se nos fue el canto del gallo, el
despertador de las madrugadas y el harén de sus gallinitas salpicando de vida y
colorido la calle, en primavera acompañada siempre del enjambre de sus
polluelos; o anunciando, a media mañana, las presuntuosas ponedoras con su
cacareante “¡car car carponer!” que habían puesto un huevo. Este nostálgico
echa también de menos el ladrido de los perros, el amigo más fiel del hombre,
el guardián del ganado, de la casa y de la calle. ¡La calle era de todos!
compartiendo jornadas personas y animales.
El pueblo era un escaparate de tradiciones:
bodas y bautizos - esporádicos y espaciadísimos hoy día-, manifestaciones de
entrañable contenido social y familiar: la matanza o el mondongo; o festivo y cultural:
el baile agarrao en la plaza al son de la gaita y el tamboril hasta el toque de
la oración; o en el salón de Clemente –un avanzado paso hacia la modernidad. Graciosísimo
era también el ritual del “se fía” para cambiar de pareja femenina o solicitar
el “acompañamiento” a una moza hasta la esquina de la calle de su casa. Proceso
que, repetido, concluiría en noviazgo y, ya en fase avanzada, en la puerta de
la casa de la novia, donde tenía lugar el famoso “pelar la pava”. El “entrar en
casa” era triunfal y solemne prolegómeno que concluiría llevando a la moza al
altar.
Acarreo de los haces a la era - Foto de Palmira Herrero |
De oficios desaparecidos, la mayoría vinculados
al campo y a las estaciones, un montón para relatar. Los relacionados con la
cosecha: el larguísimo y penoso trabajo desde el barbecho, la siembra y la
aricada a la escarda, la siega, el acarreo, la trilla y todo el mayúsculo
espectáculo de las populares eras. La llegada de la máquina arrinconó para
siempre a la ayuda insuperable del carro, las aguaderas o los serones, o la
insustituible colaboración de la sufridora yunta o la pareja de bóvidos o
equinos. Desde el observatorio impagable de mi memoria, disfruto todavía de la
medieval escena del retorno al anochecer de los segadores y atiñas al pueblo, gallegos
en gran parte, animosos y alegres, cantando después de una inhumana jornada de
sol a sol, cuando no existían derechos laborales ni se nos había impuesto el
absurdo cambio de hora oficial, y el sol se levantaba a las cinco de la mañana en
el mes de julio para ocultarse después de las ocho de la tarde. Con la
revolución industrial, el tractor, la furgoneta y la sofisticada maquinaria (cosechadora=
segadora, limpiadora, empacadora, todo en una) ha cambiado el ritmo y el rumbo
de las labores agrícolas-ganaderas.
Sepultando
herramientas y aperos del pasado: el arado, el yugo y las coyundas- el
tranquilo y pacífico caminar de la yunta uncida al arado, al carro o al trillo
– el bieldo, etc., han rematado en nostálgicas piezas de museo. Y también
afortunadamente ha pasado a la historia la figura del campesino esclavo del
campo y sus circunstancias: aquel personaje minusvalorado, “mirando medio día
al cielo y otro medio encorvado mirando a la tierra”.
La modernización también
arrasó lugares emblemáticos: las fraguas hoy modernos talleres, la vieja tienda-estanco
y taberna hoy flamante comercio de todo y para todos y modernos bares, la
fuente del lugar- clamando justicia- el molino, las escuelas – que fueron dos,
la de niñas y la de niños-, todos ellos centros de reunión, de atracción y
distracción de mayores y pequeños. Mas, echemos cerrojo al pasado y abramos la
puerta al presente.
Surgió, es cierto, el sucedáneo de la farmacia,
el consultorio médico, el nuevo ayuntamiento, el actual y lujoso mesón La Plaza
con su acogedora terraza, y su ajardinado, cuidado y moderno entorno. Avances
sociales y regocijantes que no han servido para paliar la endémica y contagiosa
despoblación. Durísimo golpe de gracia al devenir de los pueblos, consecuencia
inevitable de la emigración, fue la diáspora de los funcionarios tradicionales,
antiguos vecinos del lugar: el cura, el maestro, el médico y el secretario. Las
autoridades, pilares del municipio.
La Plaza Mayor - Foto de Miguel Angel García |
Como compensación, se respira en el pueblo y
en el término entero un aire de desarrollo e innovación a todos los niveles.
Caminos transitables, limpias y recuperadas cunetas, carreteras con carteles de
tráfico bien señalizados, iluminación nocturna espectacular de la iglesia prestando
al pueblo, desde la lejanía, una imagen de poblado histórico castellano.
De destacar de manera singular es el
significado y trascendencia de la “Asociación la Morera”. La “Fiesta de la
Asociación” convierte el pueblo en veraneo predilecto para los hijos del pueblo,
residentes y foráneos, disfrutando en el mes de agosto de diversidad de festejos
y celebraciones, diversiones y distracciones y soñados reencuentros.
Es cierto que para algunos hay más poesía en
lo primitivo que en lo moderno. Irrecuperables son del Ayer: la tertulia
familiar al amor de la lumbre, el corrillo de mujeres cosiendo o tejiendo a la
solana o en la sombra de un cumbre alto, o de los vecinos(as) en la calle al
fresco en las sofocantes noches de verano. También entrañable era la estampa
del abuelito somnoliento, apoyado en su cachaba, meditando en el poyo de la
puerta. Pero contentémonos y aprendamos a sacar brillo a nuestros recuerdos y a
nuestro pasado. Como nuestros padres y nuestros abuelos- y algunos de los que
lo contamos- supieron sacarle jugo a la perra chica y a la perra gorda, al real
y a la peseta antes del invento europeo del euro. Aunque, a pesar de los
avances de la informática, internet, móviles, whatsapp y otras muchas
zarandajas, este humilde bloguero continúa sin saber explicarse, como hace
siglos les ocurriera a nuestro inmortal Lope de Vega y, no hace tanto, a mi
admirada Cecilia al cantar:
“No sé qué tiene la aldea,
donde vivo y donde muero”,
(Lope de Vega)
“que
aunque no sea muy bella
vivir sin ella no puedo.”
(Manuel José Gonzalez)