Gabriel Miró-Juan Rulfo: Obras son amores
La cortesía de los libros permite
disfrutar de la belleza del Arte de la Palabra a todas las horas del día, en
todas las estaciones del año y en todas las edades y vicisitudes de la vida. Y
el don de la memoria y la fantasía es premio que nos faculta para simultanear
presente y pasado. Muestra de todo ello es el disfrute anual de una lectura
obligatoria, cuando las mimosas, prímulas y prunos preludian la primavera y
llega la pascua florida, aunque este año haya sido marzal y lluviosa.
Todos los años
por estas fechas me acompaña la lectura de algunos capítulos del arrinconado
novelista alicantino Gabriel Miró con sus “Figuras de la pasión”, siguiendo
escrupulosamente, desde mi época estudiantil, recomendaciones agradecidas de
Fernando Lázaro Carreter, ilustre profesor y maestro de Crítica literaria.
No se trata de
una historia novelada o de una apología o panegírico del histórico
acontecimiento, como el título induce a conjeturar, sino de un homenaje lírico
a las mujeres de Jerusalén y a las tres Marías bíblicas, sobresaliendo por su
belleza el dedicado a María Magdalena - y concretamente de un testimonio de
amor filial del autor a la madre, a quien el novelista, agnóstico confeso,
honra con la escueta dedicatoria del libro: “A mi madre, quien me ha contado
muchas veces la pasión del Señor”.
“Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde y
prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor. Muy alto, entre
Cafarnaum y Bethsaida, venia el gracioso triángulo de una bandada de grullas.
Doce aves vio María Salomé… La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente
porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los
Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio
de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las
aves del cielo porque todas las criaturas le pertenecían.
Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante
entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.”
Este testimonio,
y circunstancias fantasiosas, me llevaron a emparentar a Gabriel Miró con otro
de mis devotos y admirados autores, el mexicano Juan Rulfo, quien no precisa
presentación, pero de quien vale la pena degustar y recordar el comienzo de su
Pedro Páramo, en el que la figura de la madre ocupa el maravilloso pórtico de
la novela:
"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un
tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en
cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella
estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo: “no dejes de ir a
visitarlo – me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de
que le dará gusto conocerte”. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que
así lo haría…
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta ahora pronto cuando
comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se
me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado
Pedro Páramo, el marido de mi madre."
Escribía Oscar
Wilde: “ No es necesario tomarse toda la botella para saber a calidad del
vino”. Pues para que nuestros lectores corroboren la sentencia de Oscar
Wilde y agradezcamos también a Gabriel Miró, como muestra de mi devoción y
admiración, la inclusión en unas Memorias del principio de su mencionada
novela.
Nota
suplicatoria:
A los lectores inquietos, inteligentes y
atrevidos que deseen incorporarse al círculo de amigos y defensores del dúo
Rulfo - Miró les recomiendo acercarse con lenta lectura preventiva al “Llano
en llamas” de Rulfo (http://www.apaduques.es/Juan-Rulfo_Llano-en-llamas(1).pdf) y
a saborear las agridulces "Cerezas del cementerio” de
Miró, auténticas exquisiteces y delicias literarias.
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