Mis amigas las flores y las plantas
"El hombre que
plantaba árboles", Jean Giono. Dedicatoria
al Opa: "Para el Opa, el hombre que plantaba más que árboles y que sigue
plantándolos" (Antje + fam.)
Ignoro si tendrán algo que ver jardín y plantas
con genes. O viceversa. Lo que sí es cierto es que el jardín, desde siempre, ha
estado vinculado a nuestra familia y ha sido cual icono de tradición familiar.
Tanto por línea materna como paterna, la de Palmira y la mía, la de nuestras
hijas, nietos y nietas, hermanas/os, sobrinas/os, el jardín, las flores y las
plantas han estado siempre en primer capítulo de calendario. A la entrada y/o a la salida de todo. Al entrar o salir de casa obligatoriamente había que
entrar o salir por el jardín.
Desde Carrascal a Palacios, desde Salamanca a
Frankfurt/Unterliederbach, desde Bilbao (Comercial de Deusto) a Madrid
(Jardines de Letras), desde Madrid a Leeds, desde Algorta a Majadahonda, desde
Cabanillas del Campo a Las Rozas o las Matas, desde la c/ La Fuente a La Colina
de Valmiguel, siempre hemos tenido las flores, las plantas, arbustos y árboles
como compañeros o comparsas fieles e inseparables: caudal de belleza
inagotable, protagonistas de vivencias inolvidables. Reza un sabio proverbio anónimo al respecto:
¡El jardín es un mundo, y el mundo es
otro desde el jardín!
A tal grado ascendió mi pasión y
devoción por la floricultura y horticultura que, con los años, acabé
convirtiéndome en jardinero vitalicio, hortelano y asesor solicitadísimo de
familiares y amigos. Precisamente estando redactando este capítulo me
telefoneaba, alarmada, una amiga, pidiendo auxilio para los primeros tomates de
su terraza que se abrían y no maduraban, su adelfa mustia que no crecía, su raquítico
lilo que no florecía y sus melocotones que no maduraban.
Los orígenes de esta
debilidad se remontan, como todo buen principio, a los remotos años de la
infancia. Todo comenzó a los 10 años. En una borrascosa noche del invierno del
36. A consecuencias del fuerte viento y de la incesante lluvia de un prolongado
temporal, la cumbre(1) de la casa del herrero de Carrascal se vino una noche abajo. No hay mal que por
bien no venga. La casona centenaria sufriría restauración y reforma importantes:
modernización y blanqueo de fachada, imagen más moderna y luminosa. Con la
caída del muro principal desapareció la habitación de huéspedes de la casa cural
y un enorme y altísimo portalón- gran pérdida para el rapazuelo obsesionado por
los nidos de golondrina que poblaban su viga maestra. También desapareció el
pequeño palomar del “sobrao” con la repisa de madera y los dos cuadrados
agujeros de entrada y salida de las palomas.
Las ganancias, sin
embargo, superarían a las pérdidas. La tradicional, oscura y lóbrega cocina
típica de aldea, con chimenea de campana, se abría al exterior con una amplia, ventana
que daba al naciente jardín en el espacio de la habitación eliminada desde la
que se oteaba “ el tráfico” y bullicio de la calle principal y el campanario de
espadaña de la iglesia con el atractivo nido de la fiel cigüeña.
Jardines de antaño |
Las reducidas y
ridículas dimensiones del jardincito no fueron impedimento para que el círculo central
lo ocupase un ciruelo de abundantes y hermosas flores en primavera y escasos y
mediocres frutos en otoño. Su existencia fue limitada, pero perpetuada en la
foto a derecha, de histórico e incalculable valor.
Los primeros jardineros
fueron mis hermanos mayores- Aurora y Luciano. Mi hermana vería colmados sus
sueños florales y hortícolas con su Aldeatejada querida. Mi hermano y su esposa
Chon pusieron broche de oro a sus aficiones florales regalándonos, antes de su
éxodo a Bilbao, las dos adelfas que embellecían el jardín familiar. Una de
ellas, la rosa doble, pervive todavía estoicamente en el rústico jardín de La
Colina. Semiescondida tras la forsitia de la fachada sur florece todavía escoltando
la artesanal placa que luce el nombre de La Colina.
Solamente un poso
queda del primer jardín. Del Carrascal de aquellos años continúan floreciendo
en el invernadero de mi memoria: los alhelíes perfumados de tonos amarillos,
rosa y blancos, las espuelas de caballero rosa, moradas y azules, los dondiego
también multicolores, la pluma de santateresa con sus margaritas pequeñas,
algunas humildes dalias, la malva real, y… pare usted de contar. Unas matitas
de perejil y que nunca faltase la aromática hierbabuena, imprescindible para el
cocido nuestro de cada día. Me dejaba en el tintero mis idolatradas…¡ las
blancas y perfumadas azucenas con sus estambres amarillos!
La escasez de riego no
daba para más que un par de raquíticos rosalillos y una tupida trepadora
colgante hacia la calle, fuente más de suciedad que de flores. Recordaré una
vez más, que el agua corriente tardaría todavía décadas en llegar a Carrascal.
El cántaro de barro a la cadera, al hombro o a la cabeza, la pesada herrada de
cinc o el borriquillo con las aguaderas, eran el sistema de suministro corriente.
El pozo o la fuente eran los únicos surtidores de abastecimiento – ésta última
a un km. del pueblo - y en el tórrido verano, cuando arreciaba la calor y el pozo
se agotaba, las sufridoras flores y plantas tenían que contentarse con las
tormentas, el primitivo "riego de arriba".
El jardín de antaño, hogaño |
El humilde y rústico
jardinillo sería el primer escalón de una larga y empinada escalera. Fue el
primer paso en un continuo e incesante disfrutar entre jardines propios y
ajenos, terrazas, arriates y balconadas. El contacto permanente con los colores
y olores del campo, con la luz del paisaje y el verdor de la naturaleza, fue
incrementándose con los años y la experiencia, con mi labor pionera y
entusiasta en esa pléyade de floridas y verdes parcelitas que fueron
configurando mi "profesión de jardinero". Ofrecer relación y descripción de
cada una de ellas, convertiría este apartado en un monótono manual de
jardinería. De la mayoría de ellos reseñaré el recuerdo más destacado en el
próximo capítulo. Finalizaré esta primera parte añorando los jardines de la tía
Irene(2) de
Zarapicos por ser los de mayor belleza, magnitud y prestancia. Inolvidable,
grabado en mi recuerdo, se yergue todavía el gigantesco árbol del paraíso
extendiendo sus grisáceas ramas y la fragancia de sus flores por toda la plaza.
En la procesión del Corpus, el día del Señor - fiesta señalada en Zarapicos - la
tía Irene se encargaba de alfombrar y perfumar el recorrido del cortejo festivo
procesional con pétalos de rosas, celindas, romero, hinojo e infinidad de
flores y plantas de su jardín. Desde entonces, el árbol del paraíso y las
celindas continúan siendo mi perfume favorito. Para mi fantasía infantil,
oteados hoy desde la perspectiva de anciano, fueron ellos algo así como el paraíso
terrenal o los jardines colgantes de Babilonia o los insuperables de la isla de
Mainau, en el lago Constanza. Pero prioridad merecen y están llamando a la
puerta de capítulo propio… "Los jardines de familia".
(1) En Salamanca término ambiguo (m.-f.) para
designar en edificaciones rurales el muro más alto.
(2) Tía abuela lejana.