IV - El vado
que no era tal o… dos jinetes suicidas
Permítame el lector no muy versado en terminología
hidrológica aclarar que los desaparecidos vados en las corrientes fluviales
eran, según definición del diccionario de autoridades (RAE): “Paraje de un río
con fondo firme, llano y poco profundo, por donde se puede pasar andando,
cabalgando o en carruaje”. Yo me atrevo a puntualizar y completar la académica
definición. Lo de “llano” es un decir. Porque los tres por mí con frecuencia
transitados - el de Almenara, el de la Narra o Juzbado y el del Puerto o
Florida de Liébana - eran pedregales a veces rocosos, siempre resbaladizos,
tapizados de rollos y pedruscos. Además de “andando, cabalgando o en carruaje”
se podía pasar con bicicleta al hombro. En todos los casos siempre sorteando
piedras musgosas resbaladizas y espantando ranas y andarríos.
El vado escenario de la siguiente narración fue el
segundo de los registrados. La incipiente primavera solamente figuraba en el
calendario. Las aguas del Tormes bajaban turbias y crecidas. El vado fue un
espejismo. Como en otras tantas ocasiones la distancia de los acontecimientos
los distorsiona y dramatiza. Sin embargo, esta vez la travesía fue seria y de
verdad. Los testigos presenciales, parapetados en los altos acantilados del
horizonte de “Juzbao”, continúan haciéndose cruces ante el espectáculo de un
caballito andaluz, con dos jinetes al lomo, cruzando el caudaloso vado
desaparecido por la crecida de las tumultuosas aguas de un temporal.
Las
previsiones fueron engañosas. Jinetes y
cabalgadura calcularon mal la dimensión y profundidad del vado. Las aguas
superficiales se tornaron aguas profundas. Tal vez nos desviamos de la ruta
habitual de carros y ganado. O la corriente fue arrastrando al caballo río
abajo hasta perder sus pezuñas base
firme. Nadando y luchando contra el furor de las aguas consiguió alcanzar la
anhelada orilla. El jinete de paquete, encogido en las ancas del caballo, con
los zapatos domingueros en la mano para salvarlos de la quema, a duras penas pudo salvarse del baño parcial, del que no se
vio libre el jockey de las riendas quien acabó empapado hasta las rodillas.
Superado finalmente el trance, enfilamos el sendero
que ascendía al pueblo. En el cercano horizonte, la silueta de las escarpadas
peñas y los tejados de las primeras casas. Los incrédulos espectadores,
estupefactos ante tan magna imprudencia, nos recibieron alborozados, aunque reprochándonos
tamaña imprudencia. Todos ensalzando la bravura del caballito en su lucha
contra la caudalosa corriente.
Después de tanto suspense, más de un lector estará
intrigado por conocer la autoría de los dos jinetes suicidas. Pues, ni más ni
menos que el caballero que llevaba a las ancas de su caballo a un joven -
emulando al Jariche de la canción charra (“Jariche se la llevaba a las ancas del
caballo”) era el padre del novio del cap. X, que iba a ver a su novia a
Palacios del Arzobispo.
Después de trascurridos tantos años del
acontecimiento, y de que el Tormes haya
transportado caudales y más caudales de agua al Océano, no recuerdo ni lo más
mínimo de circunstancias posteriores pormenorizadas del viaje. Suposiciones me
llevan a pensar que los hechos acaecieron en mis años de estudiante
universitario, y que mi padre - pasado el río a caballo - me acercaría hasta
San Pelayo, para yo continuar a pie el viaje hasta Palacios. Probablemente él
regresaría a casa por el puente de Los Baños, evitando el consabido y peligroso
vado. El coprotagonista de la hazaña pernoctaría en Palacios para, al día
siguiente, viajar en el coche de línea a Salamanca.
El dichoso vado, tantas veces cruzado, pervive en mi
memoria a pesar de la distancia temporal, aunque haya sido borrado de la
geografía fluvial con la moderna creación de pantanos, acequias y canales de
regadío. Retratado en sus aguas me veo todavía
atravesándolo descalzo, con alpargatas o sandalias de la mano, o con la
bicicleta al hombro, salvando los resbalones
entre las pizarras, piedras y verdecinas ovas. Ya nadie puede escuchar
el rumoroso torrente de la cascada de las ruinosas - casi hoy desaparecidas,
presas, pesqueras y aceñas que lo configuraban - en las serenas mañanas de
primavera al levantar la niebla. ¡Qué espectáculo tan lejano y añorado! Sus
aguas pasan ahora de largo olvidadizas, sin remanso alguno o piélagos en los
que recrearse y detenerse para alimentar las aceñas o molinos o regar las huertas
y pastizales de sus vegas y riberas hoy
patrimonio de los extensos maizales
fruto de las canalizaciones fluviales.
¡“El Río de mi vida” convertido en otro río! Pero
nunca en “El río del olvido”, como Julio
Llamazares bautizara el suyo en una novelita maestra de excepcional belleza.
“La importancia que se les da a cosas y actos
insignificantes acaba volviéndolos importantes y seductores al recordarlos”.
(MJG)