(Historietas que
pasaron en el Río que no pasa)
“Las aguas como los años pasan, pero el Río y los Recuerdos quedan”.
(MJG)
Los amargos melocotones del "Taponero"
El día de hechos debió coincidir con una soleada y
apacible mañana otoñal de finales de un septiembre cualquiera de hace muchos, ¡muchísimos…
años! Cuando los pimientos y tomates maduraban a docenas coloreando la huerta y
la fruta tardía, manzanas, membrillos y melocotones, amarilleaba tentadora.
Juanito, el “socio” inseparable y el narrador de la pillería, mozalbetes en
ciernes, caminaban canturreando por el polvoriento camino del Río y con la
típica herrada de cinc al brazo, hacia el “cantero” del herrero en la huerta de Santibáñez en busca de hortalizas
y verduras para el consumo familiar. Ejecutada la tarea y cumplida la
recolección, de ritual era el inevitable y obligatorio saludo a la chopera de
nuestro río, al Tormes de verde y frondosa orilla con gigantescos, esbeltos y
umbrosos chopos. Las aguas, sin embargo, frescas ya a esas alturas, el verano
superado, no invitaban ni al baño ni a la pesca. Pero lo que si inducía a la
tentación, era un seductor melocotonero, al otro lado del río, atiborrado de
amarillentos frutos que nada tenían que envidiar a las pecaminosas manzanas
bíblicas de Eva.
Fotografía: http://frutifactoria.com/es/ |
El tentador arbolito incitaba a codiciado y
suculento botín. Mas, para llegar al árbol prohibido había que cruzar el río y
escalar un rústico muro de piedras y maleza, que servía de valla a la huerta primorosa
del susodicho Taponero. Desconozco el origen y la motivación del apodo del
propietario. Solamente sé que era un terrateniente de Juzbado: con monte propio,
con medio término del pueblo como latifundio y con esta huerta así apodada,
pequeño paraíso, envidia y dechado de las plantaciones hortícolas que
alfombraban de verdor la margen derecha del río. Frondosos frutales de todas
las especies: manzanos de reinetas con sus cargadas ramas abanicando el suelo,
peras y ciruelas de todas clases, higueras y membrillos y… destacando sobre
todos ellos, en el día señalado comenzando a amarillear, el seductor melocotonero
del bien y del mal. Nada faltaba en aquel jardín de las tentaciones.
Hasta… ¡hortelano particular! con casita residencia de verano, acompañado de
familia y perros, todos ellos dedicados a la labor y cuidados de la huerta. A
principios de otoño, sin embargo, avanzada la recolección de hortalizas, frutas
y verduras, regresaba con su familia a la habitual vivienda del pueblo dejando
desamparada y a la deriva a la niña de sus ojos.
El asalto a los melocotones era por tanto ocasión
propicia y pintiparada. El silencio y la soledad enseñoreaban en toda la
huerta. Cruzamos el estrecho y vado brazo de río de la pequeña isla. Nos
abrimos paso entre las tupidas espadañas y la maraña de la maleza y trepando, con
dificultad y los consiguientes arañazos, superada la rústica cerca de piedra nos asentamos, triunfantes y complacidos, bajo
las ramas del codiciado árbol del paraíso. ¡Pero no eran melocotones todo lo
que relucía!
Con la primera pieza dorada en la mano no pudimos
testificar su exquisitez. A dos pasos del árbol apareció entre el enramado el
inesperado hortelano prorrumpiendo gritos y palabrotas ensordecedoras. Desde
“hijos de perra” hasta el sinónimo “hijos de p…”, toda una retahíla de
improperios aterradores vomitaba su boca de sapo. Mas, el lobo feroz no
consiguió atrapar a los indefensos corderillos que mas que corrían volaban.
"Correperdices y patas de galgo" |
Con agilidad felina y pericia atlética, de un salto
mortal cruzamos medio río. Cargados de pánico y susto, con los bolsos vacíos, conseguimos
alcanzar la tranquilidad al sentirnos finalmente en nuestros dominios. Recogidos
los bártulos, con la mercancía a cuestas, sosegados y apaciguados nos
disponíamos ya a tomar el camino de regreso al pueblo cuando… ¡Oh horror!
Inesperadamente, cruzado el río, apareció en la vega, como a unos cien pasos, el
guardián de marras corriendo en nuestra persecución. ¡Infeliz de él!¡No sabía
que tenía que vérselas con “correperdices” y patas de galgo.
Emprendiendo vertiginosa carrera hacia la espesura
del monte, dejamos a nuestro perseguidor con dos palmos de narices en la
lejanía de la llanura. Atajábamos tranquilos y relajados, entre encinas y
carrascas, dirección al pueblo, cuando… ¡nuevamente que aparece en el monte el testarudo
gendarme con aires de “sheriff!” justiciero! Yo, fatigado, con la carga de
tomates, pimientos y cebollas a cuestas, opté por un quiebro a la derecha yendo
a esconderme tras el robusto tronco de una frondosa encina. El tozudo individuo
pasó a unos metros de mi escondite y
prosiguió persiguiendo a Juanito que tomó rumbo sur, hacia las
rastrojeras de la explanada que enmarcaba el término de Zarapicos.
Por mi parte, recuperada la perdida respiración y
alejado del peligro regresaba al pueblo por la Ladera, solitario y silencioso.
Nervioso e intranquilo sufría en casa el paso de las horas sin que mi cómplice
apareciese. Al fin, tras largo y penoso
interrogatorio tuve que confesar nuestro delito y la causa de la tardanza del
compañero del tragicómico suceso.
Carrascal y el río Tormes al fondo, en la actualidad Foto de Ricardo Melgar |
Afortunadamente y ¡a Dios gracias!, tras dos largas horas
de suspense apareció mi Juanito, fatigado y asustadizo. La calma retornó al
relatarnos con pelos y señales el insólito discurrir con “happy end” de la
maratoniana carrera: la frustrada “Aventura de los Melocotones del Taponero” le
había costado, “sin guisarlos ni probarlos”, la friolera de una forzada marcha
contrarreloj, de unos cuantos kilómetros salvando rastrojeras, prados y
barbechos, cruzando entre El Tejar y el teso El Águila, hasta alcanzar los
primeros viñedos de Zarapicos. En la huerta del señor Pascual de San Pedro,
compañero de fatigas en la “época de las uvas” y la recolección en aquellos
parajes y a aquellas horas, encontró al padre salvador que, escuchada la
odisea, tranquilizó al sofocado y
acalorado aparecido poniéndole una azada en sus manos y sembrando la paz en su
ánimo con las siguientes palabras paternales: -”No te preocupes. Digo que eres
hijo mío”. Pero no precisó revelar la astucia. Allá en la lejanía, abatido y
derrotado, se vislumbraba la silueta del testarudo hortelano retornando
cabizbajo y encorvado. ¡Al fin tiró la
toalla! Juanito respiró tranquilo. Sin probarlos ni aun olerlos- puso fin al
postre de fruta más amargo de nuestra vida.
Y… “¡Colorín
colorado…!
aunque cuento parecen
aventurillas de tiempos lejanos-
es consejo armonizar presente y pasado,
aprendiendo a compartir
amarguras y dulzuras
en exóticos platos”. (MJG)
La “aventurilla”, mil veces relatada y magnificada
por ambos protagonistas, muy bien podía pasar a la historia titulada: “Entre
pillos anda el juego”.